Thelma: una abuela en acción
La escena es usual y penosa: una viuda de 93 años, sola en su casa, recibe una llamada angustiante. Al otro lado de la línea, una voz que finge ser la de su nieto le informa que ha tenido un accidente y necesita dinero con urgencia. Sin dudar, Thelma prepara un sobre con diez mil dólares en efectivo y se dirige a la oficina postal para enviarlo. Así, a partir de un episodio de estafa tan real como cotidiano, Josh Margolin da inicio a una comedia negra que, bajo su aparente ligereza, hunde lentamente el puñal y, mirando a los ojos del espectador, cuestiona la percepción que las sociedades modernas tienen sobre las personas de la tercera edad.
Lejos del sentimentalismo fácil o del cliché de la “abuelita entrañable”, Thelma: una abuela en acción despliega un guion resoluto que navega entre el absurdo, el sarcasmo y la crítica social sin renunciar al afecto por sus personajes. Margolin, quien también firma el libreto y la edición, encuentra en la sobriedad del ritmo y en una economía de recursos narrativos el tono justo para contar una historia de revancha en clave geriátrica, pero también una fábula sobre la autonomía y la integridad.
Thelma (interpretada por una formidable June Squibb) no es una heroína en el sentido clásico, pero sí una mujer que ha decidido no ceder ante la condescendencia que suele recaer sobre la gente mayor. Acompañada por su nieto Danny (Fred Hechinger), un joven emocionalmente frágil, forman una dupla atípica, donde ambos personajes se reconocen en su soledad y construyen un vínculo de apoyo mutuo que huye del paternalismo. En su relación hay ternura, sí, pero también humor, torpeza, frustración y una complicidad silenciosa proyectada en los momentos menos esperados.
El guion nunca subestima al espectador. Tampoco lo coloca en una encrucijada moral al estilo del discurso solemne. Por el contrario, lo desafía con escenas que alternan el absurdo —como cuando Thelma acude a un asilo VIP para visitar a Ben, un antiguo amigo de aventuras (Richard Roundtree, en su última actuación), y le roba su scooter biplaza, tipo carrito de golf, para emprender su cruzada contra el estafador— con momentos de sutileza emocional, como la secuencia en la que, al saberse timada, la protagonista se quita los audífonos y elige no escuchar más. Es en esos gestos mínimos donde se revela la inteligencia de la propuesta: la vejez no aparece aquí como un espectáculo de decrepitud, sino como un campo de batalla donde aún es posible rebelarse —con o sin la ayuda de los seres queridos— y hacer frente a una sociedad que percibe a las personas mayores como estorbos desvalidos.
Margolin no romantiza la tercera edad, pero tampoco la condena al ostracismo. Más bien la dignifica desde el humor. El director no teme ser oscuro ni ácido -Malcolm McDowell encarnando a un frágil anticuario, cerebro de la estafa, aparece ridículo en su rol delincuencial. Sin embargo, es encantador-. Y si bien hay momentos de reflexión sobre la necesidad de pedir ayuda, la película nunca se hunde en la autocompasión. Más bien, es desde lo descabellado —una anciana en persecución de estafadores, una familia bienintencionada pero ciega ante las necesidades reales de Thelma— donde Margolin construye su alegato más potente: los viejos no son un problema que resolver, sino personas con deseos y derecho a equivocarse.
June Squibb, en su primer rol protagónico a los 93 años de edad, lleva sobre sus hombros toda la carga del relato sin recurrir al camino fácil del patetismo. Su interpretación es contenida, ágil, cargada de una ironía que hace de Thelma un personaje maravilloso. Basta una mirada o un gesto para delinear el orgullo, la frustración y la ternura de quien, pese al olvido institucional y familiar, aún tiene algo que decir. Cabe anotar que sus continuas apariciones secundarias la llevaron a ser nominada a un Oscar en el 2013 por Nebraska bajo la dirección de Alexander Payne.
Desde otra línea narrativa, la relación entre Daniel y sus padres —interpretados por Clark Gregg y Parker Posey— se manifiesta a través de un conflicto generacional donde la sobreprotección y la culpa sostienen una crianza marcada por la expectativa y los sueños aspiracionales, sin reparar en las verdaderas necesidades del muchacho: atención y diálogo. Frente a este dilema afectivo, Thelma irrumpe como un inesperado faro en medio del letargo señalando el rumbo de Daniel con la determinación y la ternura de quien ha vivido lo suficiente como para saber cuándo putear y cuándo abrazar.
Thelma: una abuela en acción avanza con un ritmo pausado pero firme, al mismo paso de su protagonista. Es una road movie peculiar que crece en sus detalles, que no grita sus temas, pero los deja resonar. Y en tiempos donde la representación de la vejez suele caer en el estereotipo o en la nostalgia vacía, Josh Margolin rinde homenaje a su abuela recientemente fallecida mediante una propuesta más honesta, más incómoda, pero también más útil. La película, al igual que su personaje central, desafía la fórmula con dignidad, astucia y una media sonrisa.

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