Pecadores
En el cruce entre el mito vampírico y el trauma racial, Pecadores levanta su arquitectura fílmica con la determinación de quien ya no necesita justificar sus desvíos. Ryan Coogler no entra a la película como director de un blockbuster reivindicador, sino como un cineasta que decide probar qué tanto puede estirarse un género sin que se rompa. Ambientada en la zona rural de Misisippi en 1927, la película atraviesa varios terrenos sin miedo ni vergüenza: western sureño, musical gótico, terror vampírico y alegoría política conviven en una obra de ambiciones múltiples que, si bien no siempre logra el equilibrio, destaca por su originalidad y audacia temática. El resultado es una experiencia que vibra entre la acumulación de signos y la estilización visual.
Desde el primer plano, se insinúa que el territorio no es solo físico, sino también simbólico cuando la explotación, la religión y el paganismo se funden. Después, una cantina construida sobre los restos de un aserradero arrastra el eco de la esclavitud, el sudor, la tala, la sangre. El espacio está marcado. Y es ahí donde Stack y Smoke, dos hermanos que regresan del exilio urbano con planes de redención (doble papel interpretado por Michael B. Jordan), deciden hacer negocio. No importa que traigan consigo dinero, talento o sueños: el suelo mismo parece recordarle a cada personaje que hay deudas pendientes que no se saldan con voluntad.
Los cuerpos también cargan marcas. Smoke en un registro seco, milimétrico, aparece como una figura endurecida por la experiencia. Stack, más influenciable y jocoso se deja llevar por la música, el deseo, el caos. La tensión entre ambos no se construye con grandes gestos, sino con miradas desviadas, silencios tensos y una relación que se define por el vínculo fraternal. Junto a ellos, Sammie (Miles Caton) funciona como detonante. Su música, más que sonar, invoca. Lo que surge entonces no es una historia de posesión ni una fábula sobrenatural, sino una pregunta abierta: ¿qué queda de la comunidad afroamericana cuando se le ha intentado arrancar el pasado y vaciar el futuro?
Todo ocurre en una noche. El tiempo avanza a contrapelo de la estructura clásica. No se trata de acumular acciones ni de apresurar giros. La película prefiere observar. Las conversaciones se dilatan, los gestos se repiten, los fantasmas se acercan sin hacer ruido. El vampirismo, cuando finalmente se manifiesta (¡qué manera de hacerse esperar!), no aparece como ruptura, sino como prolongación de lo que ya estaba latente: explotación, consumo, apropiación. El horror ya estaba ahí, agazapado.
Coogler evita la retórica. No necesita explicar. Deja que la metáfora trabaje desde la composición, desde los objetos, desde las relaciones. La figura del vampiro, lejos de ser un monstruo, actúa como sistema. El rostro de Remmick (Jack O’Connell) es solo una superficie que representa otros rostros: los que han domesticado o vendido. Y en ese punto, la película no denuncia; exhibe.
No hay moraleja. Al final, los hermanos siguen atrapados, no porque hayan fracasado, sino porque nunca hubo una salida real. El club, el pueblo, el encuadre… todo encierra. Y cuando las cosas explotan –porque lo hacen, con sangre, fuego y música desbordada–, la emoción no viene del espectáculo; se enmarca en la acumulación de componentes narrativos (vale la pena el pequeño guiño de Coogler hacia el género musical).
Coogler no se inscribe solo en el cine afroamericano contemporáneo, sino en una genealogía de filmes que han reformulado el mito vampírico desde la negritud. La película dialoga con Blacula (1972), Ganja & Hess (1973) o incluso Queen of the Damned (2002), pero toma distancia del exotismo o del folclore. Aquí el vampiro no es fetiche cultural, sino síntoma histórico. En ese sentido, Pecadores se lee como una anotación nueva, lúcida, que no busca definir el género sino tensionarlo desde dentro.
Con pocos desequilibrios -como la tardía aparición del elemento sobrenatural-, esta película asoma, desde el espacio más original, como la propuesta más efectiva en lo que va del año.

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