Sangre codiciosa
El que arriesga gana, pero el riesgo también puede abrir un camino hacia el fracaso. La caída es más dura para aquellos que gozan de buenos pergaminos, sobre todo cuando la expectativa crece tras un debut auspicioso. Este es el caso de Potsy Ponciroli: un director que irrumpió en la ficción con La leyenda regresa, neo-western de alma peckinpiana, donde retrata la condición mítica de un bandolero crepuscular mediante una narrativa potente. Una pequeña joya que gana peso con cada visionado. Así, era inevitable que su segundo largometraje, Sangre codiciosa, convocara todas las miradas. Lamentablemente, para quienes celebramos su ópera prima, este filme se desbarranca en decisiones tímidas, personajes espectrales y un final que raya en lo ridículo.
Will (Himesh Patel), un policía recién llegado a la isla Providence con su esposa embarazada Paige (Lily James), mata accidentalmente a la mujer de Wallace Chetlo (Tim Blake Nelson), el magnate pesquero local, durante una falsa alarma de robo. Al descubrir un cesto repleto de dinero en la escena, Will y su compañero Terry (Joseph Gordon-Levitt) -su guía en las costumbres del pueblo- urden un encubrimiento disfrazando el crimen como asalto. Pero su pacto se rompe cuando emergen personajes inesperados: Keith (Simon Rex), un masajista con información comprometedora; y dos sicarios rivales (El Irlandés y El Colombiano) que persiguen el mismo botín. Lo que comenzó como un error se convierte en un espiral de violencia donde cada nuevo cadáver acerca a los protagonistas a un abismo moral.
Sangre codiciosa se viste de thriller con giros repentinos y de humor negro que traspasa lo absurdo, casi una versión aguachenta de los hermanos Coen. Pero donde Joel y Ethan construyen personajes cuyas decisiones —por disparatadas que sean— emergen de una lógica interna impecable (Chad de Burn After Reading es ridículo, pero coherente con el desarrollo de sus extravagantes), Ponciroli entrega caricaturas que cambian de motivación según exija su desequilibrado guion. Terry oscila, sin transición, entre policía torpe y psicópata; Murphy (Uzo Aduba), su jefa, actúa con la misma agudeza que sus subalternos; y la pareja conformada por Will y Paige parece un maniquí de vitrina prenupcial más que una relación real. El sarcasmo que intenta sembrar el director nunca muerde porque no hay personajes de carne y hueso: solo fantoches movidos por la codicia más básica, sin la profundidad que hacen memorable el cinismo de los Coen. Aquí, lo único que se desvanece más rápido que el suspense es el respeto por el espectador.
El problema fundamental de Sangre codiciosa, insisto, no es que navegue en lo absurdo —el cine de los Coen o incluso Shakespeare demostraron que lo grotesco puede revelar verdades humanas—, sino que lo hace sin coherencia interna ni empatía narrativa. Michael Vukadinovich, responsable del guion, juzga a sus personajes en lugar de entenderlos. McKee decía que un buen guion debe generar ‘compasión crítica’ —que el espectador comprenda, aunque no apruebe, las acciones del personaje—. Aquí, en cambio, Terry pasa de torpe a psicópata sin motivación creíble, y Will de protector a cómplice sin conflicto moral genuino. Es como si el guionista los considerara demasiado estúpidos para merecer un arco de transformación. Ya que andamos en terrenos de autor y teorías críticas también podría decir que Sangre codiciosa rompe un principio clave de Truby: ‘un personaje se define por sus decisiones bajo presión’. Disculpen que regrese al trabajo de los Coen. En Fargo, Jerry Lundegaard se hunde progresivamente en su ineptitud criminal, pero cada paso tiene una lógica de miserabilidad humana. En el filme de Ponciroli, las decisiones parecen dictadas por el azar (o por la carencia de mirada de Vukadinovich). Lo absurdo, cuando carece de reglas internas —decía Breton—, no libera: simplemente deja al espectador preguntándose por qué debería importarle. Sangre codiciosa no es solo un tropiezo; es un peldaño roto en la incipiente trayectoria de Ponciroli. Tras el prometedor La leyenda regresa, esta entrega revela el peligro de delegar la escritura en manos ajenas: Vukadinovich convierte lo que pudo ser un thriller visceral y socarrón en un catálogo de ideas inconexas, donde ni la violencia mordaz ni el humor negro logran disimular la pobreza estructural. Quizá el director deba recordar que los autores que admira (desde los Coen hasta Tarantino) no firman guiones que no escriben. Su próximo proyecto exige volver a agarrar el lápiz —o al menos, elegir un cómplice que entienda que lo absurdo no es sinónimo de incoherencia—. Mientras tanto, esta película quedará como una advertencia: en el cine, como en los atracos que retrata, la codicia (en este caso, de querer abarcar más de lo que se puede sostener) solo lleva al despeñadero.