Memorias de un caracol
En la historia reciente del cine animado, ¿puede existir una vida más infeliz que la de Grace Pudel? El personaje protagónico de Memorias de un caracol se desliza por la desgracia como un boxeador que resiste doce asaltos contra un campeón de pesos pesados, pero que, in extremis, logra salvarse del K.O.
El último trabajo del director australiano Adam Elliot presenta a una mujer cuyo destino, desde el nacimiento, estuvo marcado por el infortunio. Su madre murió al parirla. Fue víctima de bullying por un labio leporino (“¡Cara de conejo!”, le gritaban en la escuela). El padre, discapacitado, falleció tras un episodio de apnea del sueño. La enviaron a un hogar adoptivo, separándose de Gilbert, hermano gemelo y único protector. Su nueva familia, un matrimonio swinger, le brindó un raro cariño pendular y distante. Ya adulta, contrajo matrimonio con un fetichista de la obesidad que la obligó a engordar deliberadamente para fotografiarla en ropa interior. Pinky, su única amiga y figura excéntrica, murió de forma fulminante en su regazo. Golpe tras golpe, Grace aprendió que la vida puede ser un calvario perpetuo sin escapatoria.
Elliot, cineasta conocido por su estilo distintivo en el stop-motion, construye relatos que oscilan entre lo estrafalario y lo conmovedor. Su filmografía —incluido el oscarizado cortometraje Harvie Krumpet (2003)— se caracteriza por un humor corrosivo y melancólico, donde personajes incomprendidos navegan entre tragedia y esperanza. Emplea una estética cargada de texturas imperfectas y detalles que enfatizan la humanidad de los protagonistas. Las historias, aunque crudas, intercalan destellos de ternura y crítica social, explorando temas como soledad, resiliencia y cicatrices invisibles de la existencia.
En ese sentido, Memorias de un caracol puede interpretarse como una cruzada de humor negro que lucha contra la adversidad y se burla de sí misma. A través de sutilezas incisivas, Grace se convierte en la metáfora de un caracol: al refugiarse emocionalmente en el caparazón, se protege de un entorno hostil, mientras las inseguridades se alivian al camuflarse en una psicología frágil. La propuesta de Elliot no se limita a enumerar los sufrimientos de la mujer desde la niñez hasta la adultez, sino que reflexiona sobre cómo avanzar arrastrando una mochila llena de piedras, sin permitir que el pasado obstruya nuevos comienzos. Algo similar al espíritu de un Oliver Twist animado que pasea acongojado por Australia.
Grace narra su historia mediante un monólogo dirigido a Sylvia, su caracol preferido. Este mecanismo funciona como ejercicio confesional, alternado con flashbacks que exploran subtramas para entender el devenir del personaje. Así se revelan las historias de Gilbert, Pinky y sus padres. En el caso del hermano, adoptado por una familia fundamentalista, Elliot critica el fanatismo religioso y sus condicionamientos morales. Pinky, otra marginada, ofrece una mirada tolerante sobre cómo una figura freaky puede emular el vacío maternal que Grace necesita. La película aboga por los estigmatizados sociales, algo ya explorado en Harvie Krumpet (con el síndrome de Tourette) y Mary y Max, de 2009, (con el síndrome de Asperger).
Un “realismo sucio” —término que trasciende lo cinematográfico— define el alma de la técnica de animación de Elliot, profundizando su intención de conmover. El crudo contexto admite entre sus criaturas a lisiados y personas con traumas afectivos. Esta mirada se corresponde con una estética de la “fealdad” que desafía el estereotipo de algunos estudios animados obsesionados con figuras tonificadas y perfectas. Aquí, la belleza del consumo masivo es baldía e insignificante.
Cabe anotar que entre las voces que dan vida a los personajes de Elliot aparecen figuras como Sarah Snook, Jacki Weaver, Kodi Smit-McPhee, Dominique Pinon y Eric Bana. Una breve intervención de Nick Cave -poema incluido- corona un reparto cuyas inflexiones vocales crean una narrativa convincente.
Memorias de un caracol puede parecer grotesca desde su formalidad estética. No obstante, tiene un corazón enorme que arremete desde la inclusión honesta para defender a los que callan en soledad.