El club de los vándalos
Jeff Nichols es un director que merece ser visto una y otra vez. Antes de estrenar El club de los vándalos dirigió cinco largometrajes -escritos por él mismo- dividiendo sus historias en íntimos dramas familiares, sorpresivos relatos sobrenaturales y un romance interracial en tiempos de apogeo discriminatorio.
Aunque a primera vista sus trabajos pueden parecer muy distintos entre sí, tienen un punto en común que los hacen imprescindibles: la indagación en la complejidad existencial de sus personajes centrales. En todos los casos, estamos ante protagonistas que piensan y sienten su entorno de una forma distinta a la que el resto de personajes lo hacen. Esto quiere decir que los seres de Nichols asumen el peso de la historia para trascender sin importar el género cinematográfico en el que están presentados.
El realizador estadounidense es un contador de fábulas que pone el foco en los mensajeros y no precisamente en el mensaje. El cineasta nacido en Arkansas vive para contar historias de personajes. Algo que se pierde de vista habitualmente cuando hablamos de cine.
El club de los vándalos está basada en el libro del fotógrafo Danny Lyon, artista gráfico que durante varios años siguió a un grupo de motociclistas de Chicago, autodenominados los Vandals. Lyon fue testigo del inicio, auge y caída de los encuerados que montados en sus Harley Davidson llamaron la atención de muchos jóvenes de otras ciudades en los años sesenta.
Johnny (Tom Hardy) y Benny (Austin Butler) son los moteros más distintivos de la película. Adoptan los roles del fundador del grupo y del discípulo aventajado, respectivamente. La relación entre ambos pasa por momentos de camaradería y de tensión, pero es la lealtad que los une lo que pone a prueba cualquier diferencia.
Nichols propone el compromiso al grupo (a los Vandals) y al líder (a Johnny) como los principales bastiones de hermandad que sostiene a la pandilla de vagos y borrachos que integran la cofradía. Pero también son valores que permiten visualizar el pensamiento y las acciones de un grupo de hombres que no encuentran otra forma de pertenecer a algo. Ni a su propio pueblo, ciudad o país. Las reglas de este pequeño grupo social están hechas para autorregularse y nadie puede perturbar ese modus vivendi. De lo contrario se amenazaría el sentido de sus existencias, banales, absurdas, arrogantes, solitarias.
A la vez, El club de los vándalos es la radiografía de una comunidad que geográfica y espiritualmente se siente ajena a la cultura estadounidense y a las pautas que dicta el sueño americano. Las motos son caballos salvajes que sirven para amedrentar, pero también para huir de un contexto que ve a estos hombres como parias extinguibles.
La mirada de Nichols abre líneas de reflexión sobre las diferencias entre las clases letradas y las obreras; entre los jefes asentados y los nuevos aspirantes que desean hacerse con el liderazgo de la pandilla; o entre las conductas masculinas y femeninas en medio de un ambiente de testosterona pura.
El filme está compuesto por personajes que son sobrevivientes de sus propios miedos y frustraciones. No importa lo que hagan o digan, siempre caerían en el amparo del grupo y de su líder, Johnny. Sin embargo, él también siente el paso y el peso del tiempo. No puede mostrarse vulnerable ante sus seguidores. ¿Cómo seguir adelante cuando la responsabilidad del grupo cae en un sólo elemento y lo único que queda es asumir las consecuencias poniendo en segundo plano los anhelos personales? El director plantea dilemas de corte emocional donde tomar las decisiones correctas son un ejercicio que el azar se encarga de asumir.
El Club de los vándalos tiene el alma de Marlon Brando en El salvaje; y la actitud de Peter Fonda y Dennis Hooper en Easy Rider, pero también está respaldada por un director que siempre construye personajes que afrontan su destino sin mirar atrás, a pesar de los reveses a los que nos acostumbra la vida.