Renfield
Tod Browning nunca habría imaginado que su Drácula (1932) tendría una secuela directa casi 100 años más tarde. La sorpresa del director de Freaks podría ser mayúscula al ver que en la pantalla grande figura una propuesta humorística de terror gore que tiene al disparate y a la excentricidad como sus principales características. El responsable del experimento es Chris McKay (Lego Batman: la película, 2017) y tiene como encarnación del conde chupasangre a Nicolas Cage, aunque no será él quien lleve el protagonismo de la película.
Renfield se centra en la vida de R.M. Renfield (Nicholas Hoult), el sirviente esclavo de Drácula, que ansía encontrar su propio camino, alejado de la relación tóxica que lo une a su jefe. Desde la secuencia inicial, McKay marca el terreno de lo que serán 90 minutos cargados de sangre, risas y pocas situaciones coherentes. R. M. Renfield llega a una reunión integrada por personas que buscan ayuda y desean rehacer sus vidas después de haber sostenido relaciones interpersonales complejas. Mientras escucha algunos testimonios, un flashback de la última pelea a muerte que sostuvo Drácula con un sacerdote invade sus pensamientos. La lucha abarca mutilaciones, la explosión literal del religioso y el calcinamiento del rey de las tinieblas. El ayudante no sale muy convencido de la sesión y asegura que su problema es diferente a todo lo que sucede con esos desdichados. Esta secuencia, patentada por la hilaridad, nos muestra la ruta de una película que mezcla géneros -acción, comedia, terror- y encuentra su identidad en el enrevesamiento de la trama.
Renfield es excesiva y entrañable porque recoge elementos del terror de serie B y los mezcla con el espíritu de las producciones de horror de los años setenta, sin que pierda la brújula de su mirada. Al final de cuentas, McKay rinde homenaje a un tipo de cine proscrito y marginal que no es tomado muy en serio por la Academia, empleando a Drácula -ícono máximo de los monstruos del terror- para decirnos que los frikis también pueden tener una versión demente de un clásico del cine. La estética de la violencia está en sintonía con lo absurdo y lo irreverente: borbotones de líquido rojo anclados en algunos diálogos graciosos que alcanzan su cénit cuando aparece lo más apreciable de la cinta: Cage.
Las decisiones artísticas que el actor ha tomado durante las dos últimas décadas pueden ser cuestionables. Auténticos bodrios cinematográficos (La última profecía, Bangkok Dangerous, Ghost Rider) golpean la trayectoria de una figura que ha hecho de todo en la industria a lo largo de más de 100 películas, pero al que le seguimos perdonando todo. Y es que Cage es querible desde su sobreactuación y desde esa excitación que le produce ser percibido como un caso extraño. En Renfield, sobre todo en la secuencia inicial, es la continuación del vampiro encarnado por Bela Lugosi. Sus gestos, su presencia, sus movimientos lo ponen por encima de todo el reparto ¡Lo hace tan bien que Lugosi, e incluso Browning, aplaudirían su performance! Cada vez que su imponente figura aparece en pantalla se siente natural y gratificante. Sin Cage, la película sufriría mucho respecto a la fuerza arrolladora que tienen las secuencias de mayor intensidad. Y eso que él no es el protagonista.
Renfield, a pesar de sus limitaciones argumentales y la desmesura de su diseño visual, se disfruta. No importa si el protagonista come insectos se enreda amorosamente con una policía de tránsito o si lucha contra una banda de narcotraficantes o si Drácula hace alianza con los delincuentes porque el disparate es una broma que se acepta sin que nos detengamos a pensar por mucho tiempo.