John Wick 4
Las aventuras de John Wick han regresado a lo grande para decirnos que el cine de acción goza de buena salud. La historia de la cuarta entrega de la saga se pasea por cuatro continentes y tiene a decenas de asesinos tras el elegante matador. Un villano a la altura de las circunstancias, el Marqués de Gramont (Bill Skarsgard); una liga de líderes omnipresentes, la Alta Mesa; y un grupo de amigos que se debatirán entre la traición y la lealtad conformarán el escenario por el que Wick deberá plasmar su venganza final.
Por lo general, en la industria hollywoodense se concibe a las secuelas como recursos que se aprovechan para monetizar los buenos resultados que deja la primera parte de una saga. Es cierto que este modelo comercial tiene importantes excepciones basadas en su valor cinematográfico. Por ejemplo, en el género de acción, durante las últimas dos décadas, Misión imposible es la referencia de las entregas consecutivas que funcionan a gran nivel. En la misma línea se instala John Wick. Al igual que la franquicia protagonizada por Tom Cruise, la que estelariza Keanu Reeves tiene en su genuina identidad un sello que la diferencia de cualquier otra propuesta contemporánea, siempre en el terreno del cine de acción.
John Wick 4 no es un producto definido exclusivamente por secuencias de golpes, persecuciones y disparos. El festín de rudeza física no se reduce a una expresión accesoria. Es esencial en el filme. Las piruetas funcionan como vehículos de movimiento que diseñan buena parte de la poderosa estructura audiovisual que consolida al producto final. Es decir, el valor cinético es el alma de la película. John Wick 4 es pura coreografía vestida de elegancia visual. Sus casi tres horas de metraje se vuelven estimulantes a partir del acompañamiento que el apartado sonoro le prodiga. Si en algún momento Oldboy o Kill Bill sorprendieron por utilizar una fórmula similar, la última entrega del director Chad Stahelski multiplica el efecto del tándem movimiento-sonido.
De todas las entregas de la saga, John Wick 4 es la más cercana a una raíz comiquera de alma underground en el sentido del carácter marginal y proscrito de su protagonista: rasgos fundamentales que la emparentan con el cine de artes marciales hongkonés. Su exuberancia no tiene límites y cuando parece que el sosiego se instalará para contrapesar la intensidad de las acciones, vuelve a aparecer una secuencia de lucha instalada en alguna locación minimalista o en un bello lugar de arquitectura clásica. La elección de París y Berlín -ciudades suntuosas y magnéticas- como escenarios centrales de las peleas donde Wick pone a prueba su honor transmiten una sofisticación seductoramente complementaria a la marginalidad de los círculos sociales que frecuentan buena parte de los personajes. El lujo es una meta y para alcanzarlo no importa los medios. Solo los más duros son capaces de conseguir tal propósito.
John Wick 4 es una película de códigos sociales. Lealtad y traición están separadas por líneas delgadas, difusas, que ponen en valor la integridad de los personajes. No olvidemos que Wick es un asesino incorregible, por más que alguna vez esbozó su retiró de la actividad criminal. Entonces, su apreciación de la justicia adquiere un valor especial porque se impone a las reglas de la Alta Mesa -una entidad todopoderosa que desmorona y modifica el status quo del sicariato-. En Wick prevalecen códigos de amistad que, a veces, lo ponen en una situación de vulnerabilidad. No es que la película filosofe respecto a los lazos de fraternidad entre asesinos sino que encuentra una explicación coherente a los valores de Wick, un hombre contradictorio.
John Wick 4 da señales para que entendamos que la saga no terminará en este capítulo. La película que protagoniza Reeves es la nueva gallina de los huevos de oro del género de acción y solo esperamos que siga la misma línea original que hasta ahora ha cosechado elogios en todos los frentes.