Los Fabelman
Corren tiempos posteriores a la Segunda Guerra Mundial y los Fabelman viven una aparente estabilidad familiar. Burt (Paul Dano), especialista en informática, y su esposa Mitzi (Michelle Williams), una pianista atrapada en las labores domésticas, son los pilares que sostienen a tres niñas y un niño, Sammy (Gabriel Labelle). Este último, apasionado por el cine desde temprana edad, descubrirá un doloroso secreto familiar que lo llevará a percibir la vida de una manera diferente. Los Fabelman está contada en un arco temporal que va desde los 7 a los 18 años de Sammy, lapso suficiente para conocer el funcionamiento de una familia tradicional estadounidense y descubrir los cambios generacionales que impactaron en los jóvenes de un país que empezaba a consolidarse como potencia mundial.
La última película de Steven Spielberg es, ante todo y entre muchas cosas, una necesidad por la creación artística. El director, que recientemente fue homenajeado en el Festival de Berlín, desarrolla una historia semiautobiográfica -Sammy es su alter ego juvenil- que pone el foco en el proceso cinematográfico y la libertad creativa. Sin embargo, Spielberg no calcula sus movimientos pensando en un público exclusivo -en su caso intergeneracional- por más que su trayectoria esté colmada de éxitos de taquilla.
En Los Fabelman descorre la cortina de su intimidad gracias a la autoridad que le da el tiempo en la industria. Para Spielberg, no se trata de saldar cuentas con sus monstruos interiores. Tampoco es una revancha. Estamos ante una forma de liberar fantasmas. Aquellos que rondan la vida del realizador desde hace décadas: la confusa figura materna, la armonía familiar de cristal que se rompe de golpe, el padre esquemático e incondicional, el significado de despertar a la adolescencia, el estigma de ser judío, el cine como válvula de escape ante las tensiones familiares y sociales, la obstinación por dirigir asumiendo riesgos y, sobre todo, el significado de hacer cine.
No creamos que Spielberg es autoindulgente. O que deberíamos entenderlo para apreciarlo. O que juega al drama familiar con un espectador que compra el cuento de una triste traición marital. Spielberg siempre fue un buen narrador y un experto en la creación de atmósferas. El diablo sobre ruedas, Tiburón, Encuentros cercanos del tercer tipo, La lista de Schindler, Salvando al soldado Ryan, Puente de espías o Ready Player One, entre otras de sus obras, reúnen las dos características citadas, a partir de escenas claves en que las tramas recalan en puntos de tensión dramática donde los factores visuales y sonoros se convierten en potentes componentes de relojería.
El mejor ejemplo para demostrar esta idea se muestra en una de las escenas claves de Los Fabelman. Por orden de su padre, Sammy edita las filmaciones que hizo durante el último paseo campestre familiar. A regañadientes, el muchacho cumple con lo encomendado, pero la sorpresa que se llevará durante el visionado de las imágenes (la extraña relación que mantienen su madre y el mejor amigo de su padre) -algo que está marcado en exceso y que, por momentos, se convierte en un descartable acto de notoriedad- será trascendental para que cambie su conducta adolescente. Durante la escena vemos varios primeros planos de Sammy en un espacio oscuro -propio del proceso de edición-, mientras el proyector traquetea en segunda instancia: el protagonismo sonoro lo tiene John Williams y una sublime composición de piano. La traición de una mujer a su marido -en los ojos voyeuristas del vástago de ambos- se siente como una estocada durísima, mortal.
No es difícil imaginar cómo terminará toda la escena desde que Sammy inicia el proceso de edición, pero eso es lo que menos importa. Lo que vale la pena en aquel momento, y en casi todo el cine de Spielberg, es el camino que tomará el director para volver conmovedor lo que a ojos del espectador es evidente. En eso, Spielberg es un maestro. El realizador de Parque Jurásico maneja el ritmo como pocos. Es el único director en la actualidad que puede crear una película de alcance masivo con una alta calidad cinematográfica, más allá de algunos pocos productos fallidos. Salvando las distancias, un John Ford moderno multigénero.
Los Fabelman es una carta abierta de amor al cine. Es la necesidad de concebir el arte como una forma alterna de plantarse ante la vida. Es un homenaje al más grande director de todos los tiempos -la aparición de David Lynch como John Ford en la secuencia final es hermosa-. Y también es el placer de apreciar a un cineasta en buena forma. Alguien que está muy lejos del retiro. Menos mal.