Los espíritus de la isla
¿Acaso es normal que un hombre amenace a otro con cortarse un dedo si es que le vuelve a dirigir la palabra? La solidez de una amistad puede estar en riesgo si las desavenencias ideológicas y las distancias emocionales se profundizan. Si las partes involucradas creen que algo se ha roto, o está por romperse, lo más lógico es que el diálogo sea la mejor vía para subsanar malos entendidos o marcadas diferencias. Pero, ¿qué pasa cuando, de un día para el otro, dos mejores amigos dejan de hablarse sin motivo aparente, sin una discusión que los haya distanciado? El saldo de una mano sin dedos, una burra muerta y muchas pintas de cervezas pendientes serán algunos de los elementos que impedirán una reconciliación en el horizonte más cercano.
Dirigida y escrita por Martin McDonagh (In Bruges, 2008; Tres anuncios por un crimen, 2017), Los espíritus de la isla captura la atención del espectador desde un inicio cuando Pádraic (Colin Farrell), acude a la casa de su mejor amigo, el violinista Colm (Brendan Gleeson) para avisarle que lo espera en el bar del pueblo a la misma hora de siempre. Colm ni siquiera voltea a mirar a Pádraic. El músico no llega a la cita habitual y sin explicación alguna decide no volver a hablarle a su joven amigo. Preocupado Pádraic encara a Colm y este le explica que se cansó de las conversaciones inútiles que sostenían, que sus historias cada vez más sosas no aportan nada a su existencia. Evidentemente, Pádraic se sentirá herido y siente que su ex amigo es injusto. Aunque no descansará hasta encontrar una razón más profunda que justifique el quiebre de la amistad, Pádraic también intentará reparar la ruptura a través de una serie de acciones que cruzarán el ingenio, la ternura y la crueldad.
Contextualizada en la Irlanda rural de 1923, Los espíritus de la isla retrata con ácido humor los miedos y vulnerabilidades de dos hombres que le temen al paso del tiempo: Colm siente que su legado es invisible y que los años se le vienen encima, mientras Pádraic se va dando cuenta que está en medio de un mundo monótono que se sostenía gracias a la camaradería de antaño. McDonagh recurre a situaciones absurdas, divertidas y dramáticas que empujan su propuesta hacia un conmovedor espacio de autoexploración masculina donde se rompen los convencionalismos del hombre duro y recio del campo. Es así que el director prefiere ahondar en el vacío existencial de sus personajes sin caer en el análisis filosófico de la situación. La película adopta un camino tragicómico que lanza sutiles dardos a los principales censores del momento histórico -iglesia, policía, partidos políticos, revolucionarios- para decirnos que todo lo que rodea al ser humano puede ser accesorio y que la vida cotidiana tiene un valor inmenso, aunque su naturaleza sea más sencilla de lo que parece.
Los espíritus de la isla también presenta una serie de hechos extraños -presagios desafortunados, maldiciones insidiosas y muertes trágicas- que otorgan un halo de sorpresa, acercándose al misterio y, en menor medida, a una que otra situación de terror. La mutilación de los dedos de Colm, la muerte de la burra de Pádraic, el anuncio de los abusos sexuales cometidos por el policía del pueblo en perjuicio de su propio hijo y la aparición continua de una vieja mujer que más parece un heraldo negro, aportan una cuota siniestra que compatibiliza con el entorno geográfico del archipiélago irlandés. La referencia a Bergman y El Séptimo Sello se hace clara cuando McDonagh presenta a la parca como un elemento omnipresente que advierte, pero no interfiere en los sucesos penosos de la historia.
Sostenida en las espléndidas actuaciones de Farrell y Gleason -los registros cómicos de ambos en algunos de los mejores momentos del film son deliciosos-, Los espíritus de la isla es una película entrañable y misteriosa, pero, sobre todo, es una manifestación honda de la amistad marcada por la lealtad y las diferencias de percepciones respecto al mundo que nos rodea.