Mataindios
La batalla de Clavijo, contextualizada en la segunda mitad del siglo IX, cuenta la milagrosa intervención de Santiago Apóstol en favor de los cristianos para reconquistar las tierras tomadas por los musulmanes. Los moros, como también se les llamaba antiguamente a estos últimos, sufrieron la ira del santo, perdieron la contienda y dejaron de percibir el tributo de 100 vírgenes anuales. Si bien esta narración no es considerada como un hecho real para los estudios de cualquier historiador serio, la figura de Santiago Matamoros se ha convertido en un símbolo de la identidad española, más allá de sus evidentes connotaciones políticas y religiosas iniciales.
Durante el tiempo de la conquista española, Santiago Matamoros pasó a llamarse Santiago Mataindios y su figura fue pieza clave en el brutal proceso de evangelización que atravesó la futura América Latina. Como muchas otras representaciones cristianas, el santo guerrero fue adoptado por los pobladores autóctonos del imperio incaico y sus descendientes. La impronta es tan fuerte que todavía se le rinde culto en algunos lugares del Perú, especialmente en los andes.
Creo que es necesario explicar este engranaje sociocultural -relevante combinación de mito y hechos verídicos- porque Mataindios, la ópera prima de Óscar Sánchez y Robert Julca, no solo es una buena película que puede valorarse desde sus atributos cinematográficos, sino que también es una reinterpretación política y moderna de un proceso de aculturación. Sus directores despliegan un análisis sucinto y contundente de las consecuencias que tuvo el periodo de terror de los años ochentas del siglo pasado en los pueblos de la serranía peruana. A través de imágenes tan poderosas como poéticas, Mataindios sublima su instinto de denuncia en un conjunto de imágenes que invitan a la reflexión sin caer en el redil del efectismo.
El argumento de la película se centra en los preparativos que la comunidad de Huangáscar -ubicada en la provincia de Yauyos, sierra de Lima- realiza para celebrar la fiesta en homenaje al patrono Santiago Apóstol. Las acciones se deslizan con delicadeza y armonía cuando hombres y mujeres se reparten las labores festivas: confección del traje del santo, preparación de los potajes, recolección de ofrendas, etc. Sin embargo, entre las secuencias que anticipan a la procesión final que lleva en andas a la estatua destaca la comunión de los fieles al interior de una parroquia.
Este es un momento clave en la película por varios motivos. El primero, porque demuestra, a primera vista, la renovación de la fe de un pueblo castigado por la violencia. El segundo, porque ese mismo acto litúrgico disfraza algunos sentimientos de los propios habitantes, algo que descubriremos en el cénit de la película. Y tercero, porque Sánchez y Julca acondicionan una atmósfera de religiosidad culposa que se entrelaza con asolapados signos de paganismo que funcionan a la perfección.
Mataindios está construida artesanalmente sobre detalles y es más sensorial de lo que parece. Las texturas de las puertas de la estancia que protege la escultura de Santiago, las grietas en las paredes de los cuartos por donde transitan sus enigmáticos personajes, las cruces que portan nombres inscritos de personas desaparecidas, los rostros compungidos de hombres y mujeres que se aferran a una tradición, denotan una capa de tristeza y resignación propia de una generación que todavía se aferra a seguir creyendo en algo o en alguien, más allá de las decepciones. Quedan flotando las causas del desengaño: ¿las autoridades?, ¿Dios por mediación del santo patrono?
Otra de las secuencias fundamentales de Mataindios es aquella en que Sánchez y Julca rompen la sosegada narración alcanzada hasta poco más de la mitad del filme. Sin presencia de adultos, cargados de inocencia y furia, un grupo de niños arremete contra la estatua del santo con palos y piedras. El castigo que sufre el yeso encierra una brutal metáfora de ruptura generacional que expone la posibilidad de traspasar la confianza, las creencias o, simplemente, la fe a otros símbolos de los nuevos tiempos. No se trata de un sacrilegio supino. Más podría asociarse por el lado de una manifestación que se viste de abulia respecto a las tradiciones heredadas. En ese sentido, los directores asumen con audacia el riesgo de un revisionismo de la figura impuesta que se contrapone al sentir de las generaciones más rancias del pueblo. La dualidad de someter y ser sometido flota en buena medida durante el último tramo de Mataindios.
Esta película peruana -que ha recorrido más de 50 festivales y ha ganado nueve premios, siete de ellos internacionales- otorga una dulce y dolorosa mirada de la cosmovisión andina. También incide con inteligencia en la perpetua justicia que claman los deudos de una confrontación que aún no cierra sus heridas emocionales. Además, proyecta una perspectiva de la memoria colectiva que algunos censores menosprecian o desean que permanezca subyacida. Por todo ello, y mucho más, Mataindios es una de las mejores películas peruanas de los últimos años.