Cyrano
Pasado
La primera vez que vi una adaptación cinematográfica de Cyrano de Bergerac fue en el colegio. La maestra de Literatura -un oasis rebosante de conocimiento en medio de la árida e irregular enseñanza del colegio parroquial por el que pasé durante cinco años- nos llevó a la sala de proyecciones con un esforzado discurso donde advertía que pongamos atención a los parlamentos de los personajes. Sobre todo a los textos del protagonista. Conforme pasaron los minutos y la película tomó intensidad mis ganas por seguir escuchando al narigón encarnado por Gerard Depardieu fueron aumentando.
Hasta ese momento no había visto una película de época que combinara drama, humor y romance en un contexto de caballería. En mayoría, las cintas de VHS que mi padre alquilaba eran de acción y artes marciales: Van Damme, Chuck Norris, Stallone, Seagal, Bruce Lee. Eran tiempos en que las salas de cine de barrio morían y los multicines estaban en estado seminal. El terrorismo también aportó su cuota de espanto entre los cinéfilos que acudían a salas populares.
Lo que más me asombró de Cyrano de Bergerac (Jean-Paul Rappeneau, 1990) fue el elocuente trabajo de Depardieu y la buena adaptación que hicieron Jean-Claude Carrière y Jean-Paul Rappeneau sobre el libro original de Edmond Rostand. Depardieu era un tornado de emociones: un todo terreno que pasaba del espadachín bronco y pícaro hacia el caballero sensible y romántico. La pulida prosa de sus diálogos, adaptada de las formas alejandrinas del texto original, hicieron que mi imaginación volara y piense en el poder de la palabra desde todas sus expresiones.
Cuando acabó la proyección, un invitado lideró una charla acerca de la belleza espiritual por encima de la belleza física que encontré bastante aburrida y moralizante. Yo seguía pensando en el desparpajo del hombre con grotesca nariz de zanahoria y su desafortunado destino sentimental. Seguía pensando en un triángulo amoroso trágico que sin necesidad de abusar de la cursilería, desde el punto de vista de una audiencia adolescente, lograba abrir un camino distinto hacia el incomprendido terreno del amor.
Presente
La última vez que vi una adaptación cinematográfica de Cyrano de Bergerac fue en casa, hace pocos días. Ya había leído que la película, titulada Cyrano, a secas, estaba dirigida por Joe Wright -el mismo director de Las horas más oscuras- y protagonizada por Peter Dinklage -el astuto y calculador enano de Juego de Tronos-. Sin embargo, lo que más me inquietaba era el género que la diferenciaba de su antecesora noventera: el musical.
Stanley Donen, aquel tótem del movimiento que junto a Gene Kelly redefinió el musical en los años 50s, decía que parte del éxito de Cantando bajo la lluvia radica en el encaje de los buenos bailes y las situaciones divertidas. El motivo reduccionista que otorga el director para justificar la maestría y legado de la obra más grande del género puede responder a múltiples razones, pero lo que queda claro es que la combinación de llamativas coreografías -con su respectivo dominio del espacio y su justificada presencia en función del desarrollo de la historia- y el ingenioso componente humorístico -delineado por el objetivo, el tema y la construcción de los personajes centrales- componen la base de cualquier obra clásica o contemporánea que se jacte de presentarse bajo el paraguas del musical.
El Cyrano de Wright despierta sensaciones diversas. Por un lado, el manejo preciosista de su puesta en escena y su particular cuidado en la dirección de arte la convierte en una película que lleva el sello de un director perfeccionista, atento a los detalles. Otro aspecto que se desprende del ojo esteta del británico y que no se puede ignorar es el manejo de la iluminación. Al igual que en Orgullo y Prejuicio o Anna Karenina, el recubrimiento lumínico de Cyrano es melancólico y potente, lleno de matices y expresividad según los momentos, sean hilarantes o desoladores. Una cáscara perfecta que provoca, seduce y captura.
La lograda composición visual de Cyrano, y su influencia en todos los campos del filme, se contrapone a momentos bajos, sin alma, en la interacción que van teniendo los tres personajes que conforman el entuerto amoroso: Cyrano, Roxanne (Haley Bennett) y Christian (Kevin Harrison Jr.). A Dinklage hay poco que reprochar. Es más, se le nota muy por encima de sus acompañantes. Los roles ejecutados por Bennett y Harrison Jr. empiezan a bordear una candidez exasperante que va mutando en un sin sentido de exageraciones que ni las películas clásicas de princesas de la factoría Disney habían alcanzado. Con el respeto del público infantil. Se entiende el sentido del amor desbocado y febril del texto original, no obstante, el remedo en curso es tan ridículo por momentos que hasta la gracia de la inocencia inicial se esfuma.
Tengamos en cuenta que se trata de un musical. En ese sentido, si tomamos el sencillo postulado de Donen llegaremos a la conclusión de que la comedia y las coreografías -sumemos el romance- en Cyrano nunca tienden puentes para unirse en un ensamble armonioso y más bien se tropiezan a través de disfuerzos desabridos. Una de las pocas escenas que se salvan en la película de Wright es aquella en que tres soldados escriben cartas de despedida a sus seres amados -esposa, padre, hijo- a la espera de la orden para entrar al terreno de una batalla suicida. Los tres redactan las cartas cantando y sintiendo la situación. Es llamativo que uno de los momentos más dolorosos y oscuros sea el más logrado. Es decir, cuando Wright ingresa al terreno del drama se activan mecanismos de narración mucho más efectivos que cuando emplea el canto para describir circunstancias divertidas o románticas.
Por más que la estatura de Dinklage sustituya a la nariz de Depardieu como objeto de burla que alimenta el argumento de la obra y se convierta en uno de los conflictos centrales de la película, Cyrano no da la talla si lo que se quiere es que llegue a ser apreciada desde la perspectiva cómica-romántica-musical. Esta versión, felizmente, no ensombrece ni trastoca mi recuerdo adolescente sobre una película que proponía perder la cabeza en nombre del amor sin parecer tan cursi o, quizá, ridícula.