The Batman
Los superhéroes son marginales e ilegítimos por naturaleza. Sin embargo, Batman se sitúa en el margen extremo de las reglas y condiciones que agrupan a los de su categoría. Batman es un tormento al límite. Batman está enfundado en los códigos del antihéroe que reflexiona, se siente culpable, encuentra refugio en la autoflagelación emocional y castiga con vehemencia. Esa es su esencia. Tim Burton y Christopher Nolan ya habían desentrañado al murciélago en esas direcciones y los resultados han soportado el paso del tiempo o potenciado sus planteamientos, más en Burton que en Nolan. La versión que más se aleja de esos parámetros es la primera de todas, la más colorida del caballero oscuro. Aquella en que Leslie H. Martinson presentó al enmascarado como eje de una película cándida y risueña, en el lejano 1966. Pero Batman ha regresado más sombrío, desbordado y críptico. De la mano de Matt Reeves (director de Cloverfield, 2008; y las dos últimas entregas de El planeta de los simios), The Batman sitúa al personaje de DC en una propuesta tejida por los hilos del cine policial que va acompañada de una revisión y cuestionamiento de la clase política.
El contexto en The Batman parece una fuente inagotable de perversión. Reeves convierte a Ciudad Gótica es un cúmulo de podredumbre moral e institucional, un pacto social fallido para las necesidades y las exigencias de sus ciudadanos, un desequilibrio del bien común que solo favorece al crimen organizado, una barrera para la legitimidad que sólo podría validarse si la igualdad se proyectase como algo medular. Un festín para los analistas políticos y un fiel ejemplo de decadencia institucional. Reeves construye una ciudad deflagrada por la ira de su gente. La búsqueda de un cambio radical, algo que les devuelva la fe y la esperanza, sirve de disparador para que los ciudadanos se vuelquen a las calles, algunos a través de manifestaciones pacíficas y otros por medio de protestas violentas, mientras que los antagonistas estelares, Batman y El Acertijo, se dividen la venganza para sanar heridas.
Uno de los temas de fondo que The Batman propone -la corrupción como un cáncer que engulle al sistema y abre una oportunidad para que cualquiera tome la justicia por iniciativa propia- tiene un velo de pesimismo. Reeves es consciente de que esa autoridad asumida, por solidaridad e indignación, siempre será ilegítima. Bruce Wayne/Batman (Robert Pattinson) es una sombra que interviene desde la oscuridad y tiene una herida que sangra sin haber sido agredido durante el fragor de la lucha. Se trata de una herida perenne que va acompañada de rabia y dolor. Wayne sufre por su condición afectiva de huérfano desnortado; se frustra ante la pericia de un sociópata, El Acertijo, que juega con él, y descubre nuevas emociones que redoblan la desoladora sensación de pérdida que ya experimentó de niño (evidenciados por los peligros que atraviesan Alfred y Gatúbela).
The Batman arrastra el fatalismo del cine noir y lo descomprime en un drama introspectivo donde hasta el amor reclama un espacio. No obstante, su visión del mundo es sombría, o como diría Noël Simsolo acerca de la perspectiva de Dashiell Hammett o Dalton Trumbo respecto al género: “está cargada de una lucidez sobre la corrupción del poder y los peligros de un retorno a una forma de totalitarismo”. El clima turbio de Ciudad Gótica está en sintonía con los pensamientos existencialistas de Wayne. Y también con sus afecciones emocionales. Además, la película juega todo el tiempo a la correspondencia entre tres huérfanos (Batman, Gatúbela y El Acertijo) y la ciudad que los engulle, también huérfana, aunque de autoridades.
Entonces, ¿qué riesgo corre y hasta dónde llega el rango de acción de una fuerza marginal -ante la nulidad de un obligatorio pacto social entre el gobierno, la fiscalía y la policía- que pretende combatir a la mafia cuando es la propia autoridad la que forma parte de ésta? Desde un sentido social, The Batman se acerca a las atmósferas que otorgan películas clásicas del cine negro americano, tipo Los violentos años veinte. La violencia y el desgobierno que proyecta la cinta de Walsh, con ambiciosos hampones e incorregibles efectivos del orden, corresponden a esa dualidad moral que también se encuentra en el trabajo de Reeves.
Respecto al ritmo y al encadenamiento de situaciones que ofrece The Batman, no cabe duda que están bajo los códigos del thriller y el cine policial de los años 90. Se la ha comparado mucho con Seven (¿actualmente quién no se mira en el espejo de David Fincher para hacer un thriller?), pero no deja de acercarse a otras como The Usual Suspect, L.A Confidencial o hasta Strange Days. Las vueltas de tuerca conforman un mapa de intrigas donde varios personajes (James Gordon, Carmine Falcone, Pingüino, Gil Colson) cumplen tareas fundamentales de articulación en la trama. Reeves no abusa de las apariciones fugaces, como en las múltiples películas de Marvel, a fin de alargar la saga (y las futuras recaudaciones), sino que estelariza, en cierta medida, los roles secundarios para potenciar la historia.
Sobre las actuaciones centrales, no sorprende la buena performance de Pattinson. Desde Cosmópolis se evidencia un crecimiento en el trabajo de este actor, felizmente alejado del estereotipo de galán. Acongojado y contenido, el Batman de Pattinson fluctúa entre los garabatos de un boceto expresionista y los trazos de las viñetas de Lee Bermejo. Lo de Paul Dano, como El Acertijo, también es bueno y sigue la línea de los mejores villanos psicópatas que tiene a los Jokers de Jack Nicholson y Heath Ledger en la cúspide de los malvados nacidos en las entregas cinematográficas.
The Batman, a pesar de su larga duración y una que otra escena injustificada, es una muy buena película que se sostiene en el cine de género (noir, thriller, suspense) para respaldar su ritmo, el trasfondo y, en menor medida, su estética. A la vez, agrupa referencias clásicas y modernas que construyen una personalidad misteriosa, potente, elevándose hasta alcanzar el podio de las mejores entregas del enmascarado, por detrás de las versiones de Burton y Nolan.