Belfast
Buddy (Jude Hill) tiene nueve años y es feliz. A pesar de la precariedad económica que impera en su vecindario, vive en un mundo de inocencia donde juega a ser un caballero medieval -empuñando una espada y un escudo de latón-. También sueña con ser aquel goleador del Tottenham Hotspurs que recibe la ovación de un estadio lleno tras una anotación. Una tarde, la nube de fantasía en la que se monta Buddy no será desplazada por las habituales deudas que afrontan sus padres, sino que el pequeño observará cómo un problema mayor empieza a derrumbar la armonía de su entorno: un grupo de protestantes destroza las viviendas de sus vecinos católicos. Su padre (Jamie Dornan), un obrero que debe viajar a Londres casi todas las semanas para ganarse el sustento, decide no tomar partido en las disputas de fe. Sin embargo, su neutralidad le traerá problemas mayores cuando viejos amigos lo acusen de ir en contra de sus principios -Buddy y toda su familia son protestantes-. Entonces, el padre deberá elegir entre seguir en un lugar que más se parece a un polvorín o enrumbar hacia un destino incierto, tanto geográfico como social.
La propuesta del director Kenneth Branagh parte de un contexto hostil -el conflicto armado de raíz étnica y religiosa que afectó a Irlanda del Norte desde finales de la década de 1960 hasta casi 30 años más tarde-, y está planteada por una mirada retrospectiva y muy personal. No obstante, lo que puede pensarse como una película aleccionadora -o en el peor de los casos moralizante- termina convirtiéndose en una suerte de camino espinoso en el que las decisiones serán más importantes que los factores circundantes al niño y su entorno familiar. Branagh evita caer en el facilismo de la cursilería o las costuras de la impostación para que el espectador no valore su trabajo a partir del clientelismo. El director es respetuoso con la Historia y al ficcionar en torno a ésta prodiga un halo de esperanza que, a pesar de algunos edulcoramientos, se siente honesto, recurriendo siempre a la verosimilitud de su narración y a sus experiencias autobiográficas.
Belfast lleva insertadas punzantes dosis de ironía y afilados ángulos de sarcasmo, pero también cuotas tiernas de humor blanco que bajo la fachada de circunstancias cruentas de una guerra civil nos presenta personajes potentes tanto por su anclaje en la historia como en las representaciones del pasado, presente y futuro. Los abuelos de Buddy (Judi Dench y Ciarán Hinds) se aferran al tiempo ido, aunque no retienen a nadie contra su voluntad. Los ingeniosos y tiernos diálogos que sostienen los ancianos con su nieto reflejan la ruptura sublime de dos generaciones y de dos etapas de la vida: la que se queda y la que mira hacia adelante. Caitriona Balfe encarna a la madre de Buddy, simboliza aquella fuerza que resiste estoicamente los embates emocionales, económicos y culturales: el presente que carga sobre sus espaldas el peso de los acontecimientos. Mientras que Buddy es la posibilidad de lo nuevo, del riesgo, de la puerta hacia la sobrevivencia desde cero. No por ello deja de ser la nostalgia del que mira hacia atrás y evoca lo mejor de un periodo dulce, la infancia.
La emotividad de Branagh y su celebración de la inocencia de un niño que debe soportar un abrupto despertar social podría emparentar a Belfast con Jojo Rabbit (2019). Valgan verdades, la película del británico está varios escalones por encima de la cinta de Taika Waitiki gracias a que no aspira a ser el juez que señale a buenos y malos. Y, por supuesto, no acusa de efectismo como sí lo hace, por ejemplo, la obra más famosa de Roberto Benigni, La vida es bella (1997). Belfast baila en el llano y rehúye a los petulantes que se miran en el espejo de la corrección política.
No sería justo decir que Belfast es formidable solo porque es la película más personal de Branagh y ello le otorga un acercamiento a las claves del conflicto que atravesó y que traslada a este trabajo. Su pericia también nace del eclecticismo que ha demostrado en incursiones tan opuestas como las adaptaciones de obras de Shakespeare -Enrique V, Hamlet, entre las principales-, y Agatha Christie, hasta Thor (2011), Jack Ryan (2013) y La cenicienta (2015). Branagh tiene un radar amplio que no le hace ascos a nada y donde casi todo le funciona. Entiende el cine como entretenimiento, visceralidad y emoción. Su amor por el cine también se refleja en Buddy cuando el niño aprecia en la sala de su casa, emocionado, las transmisiones televisivas de clásicos como El hombre que mató a Liberty Valance y Solo ante el peligro. Branagh se permite la licencia del viaje iniciático de un cinéfilo, algo que él mismo quizá vivió durante sus diez primeros años de vida: un alter ego nostálgico.
Desde la mirada de un niño que configura su barrio como un espacio físico donde se materializa la felicidad, en el que confluyen microcosmos afectivos -las relaciones fraternas y el primer amor- y situaciones apremiantes, Kenneth Branagh ofrece una conmovedora parábola tragicómica que se forma y evoluciona a través de la inocencia de su protagonista, quien en el abrupto despertar hacia una precoz madurez debe entender lo difícil y cautivante que es la vida.