El perro que no calla
Los vecinos de Sebastián le reclaman que su perra, Rita, llora y ladra demasiado, especialmente, por las noches o cuando él se enrumba hacia el trabajo. Entonces, el hombre de mediana edad decide llevar a su can a la oficina causando el asombro de compañeros y jefes. La negativa de sus superiores por seguir admitiendo a Rita en un lugar destinado solo para humanos hará que Sebastián renuncie irrevocablemente. El derrotero para alcanzar un nuevo empleo que no solo pueda aceptar a la perra, sino que haga al hombre sentirse más cómodo, se convertirá en un calvario que él vivirá estoicamente. En algún momento de su búsqueda, un extraño virus se apodera de la Tierra y obliga a todos los humanos a vivir con cascos cuando están parados y sin el objeto cuando están a ras del suelo. Es así como el extraño apocalipsis pondrá a prueba el carácter y las necesidades de Sebastián.
El perro que no calla se sostiene sobre la premisa reflexiva de explorar la trascendencia del ser humano desde una perspectiva en que la libertad lo es todo y nada, a la vez. Libertad para elegir dónde y cómo vivir, dónde trabajar, con quién estar y compartir. Sin embargo, aquello que puede parecer el abordaje de “temas serios” y poco triviales se convierte en un artefacto de situaciones impredecibles provisto de fino humor negro. Nada novedoso en el horizonte, cierto; aunque es placentero distinguir que un tema de raíces próximas a la filosofía se reinventa a partir de la forma que ensaya Ana Katz, directora y coguionista de la película.
Entonces, ¿qué es El perro que no calla? Una propuesta que mezcla drama, humor y ciencia ficción. Y, sobre todo, una manera de escarbar en la incertidumbre de la época en que vivimos. Chesterton decía que una de las grandes desventajas de la prisa es que lleva demasiado tiempo, Katz propone una pausa para posar la mirada en los parámetros sociales que nos empujan a esquematizar nuestros deseos y seguir las reglas laborales, económicas, y hasta afectivas, que deshumanizan en nombre de una competitividad salvaje.
El fondo de El perro que no calla, a primera vista, puede percibirse como un ejercicio fatalista revestido de escarnio. Algo tan acorde a los vientos que soplan o quizá desde antes de la pandemia, pero, insisto, no todo es tan serio como parece. Katz juguetea a través de un guion cargado de giros argumentales que no trazan un destino claro para su protagonista. Secuencias graciosas que se enmarcan en lo absurdo y la fantasía, envueltas en circunspectos pasajes donde Sebastián y su desesperante inexpresividad esquivan los embates cotidianos.
Otra posible lectura sobre las actitudes de Sebastián es que patea el tablero de forma crónica. No es así. El hombre no elude responsabilidades, elige su rumbo dentro de lo que su relativa libertad se lo permite. La película de Katz es tan kantiana y consecuente en su idea de que a Sebastián se le puede negar la existencia de la libertad, per se, pero dentro de sus razonamientos y adhesiones emocionales la admite como un postulado netamente moral.
La manera que encuentra Sebastián de rebelarse contra el sistema consiste en negarse a los convencionalismos en que viven inmersos sus vecinos y empleadores. No necesita de la confrontación para alzar su voz. Basta el argumento calmo -incomprensible a oídos, y mentes, de sus semejantes- o, a veces, tan solo el silencio. Los momentos más cómodos para el protagonista se dan cuando interactúa con aquellos personajes que viven el día a día sin mayor preocupaciones -los vendedores itinerantes de alimentos- o cuando al inicio de un romance experimenta un sentido de pertinencia que marca su nueva condición paternal.
El perro que no calla es una metáfora de tiempos lúgubres narrada por una autora que recurre a simpáticas exageraciones y un elegante empleo del humor, en medio de un contexto tan actual como absurdo.