Val
Bajo una gorra de los Warriors de San Francisco y el techo de una pequeña pieza que se asemeja a las locaciones donde se filmó Tombstone, aquel western noventero que narra el legendario tiroteo en O.K Corral, Val Kilmer firma posters, fotos y cualquier objeto que le pongan delante. Él acepta todas las peticiones de sus seguidores, sonríe y hasta bromea. No parece el mismo Kilmer que hace casi 30 años era percibido como un falso divo del plató que se resistía a las indicaciones de cualquier director que no le caía bien. El Kilmer actual camina despacio y ha perdido la imagen de galán antagónico a Tom Cruise que cosechó en Top Gun. Tampoco mantiene la sensualidad de Jim Morrison, acaso la interpretación que lo lanzó a la estratósfera de Hollywood, bajo la exigencia de otro hombre polémico, el director Oliver Stone. La verbalidad del actor -que cuestionó las decisiones del realizador John Frankenheimer, espetándole que su método llevaría al fracaso a ese rocambolesco proyecto que fue La isla del Dr. Moreau- ha desaparecido. Ahora necesita tapar el agujero de un aparato que tiene incrustado en la tráquea para poder hablar. El cáncer de garganta ha convertido su voz en la de un triste robot trasnochado. Cuesta ver y aceptar que Kilmer, uno de los mejores actores de su generación, se encuentre en tal estado de convalecencia, aunque lo sepa llevar con dignidad. Hoy en día, recorre el mundo viviendo de su gloria pasada, del afecto de los fans que todavía lo recuerdan como Iceman, Batman, el rey lagarto o Doc Holliday.
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Si bien el evento de las firmas forma parte de la nueva vida de Kilmer, también corresponde a uno de los pasajes de Val, documental dirigido por Ting Poo y Leo Scott que recorre la vida profesional y familiar del actor, a través de grabaciones que él mismo registró desde que tenía 10 años y que siguen almacenadas en algún depósito de los Estados Unidos. Los momentos de infancia junto a sus hermanos y padres, sus primeras obras de teatro escolar, el ingreso a la prestigiosa y exigente The Juilliard School, el inevitable salto a Hollywood y sus superproducciones, las audiciones imaginarias y reales que suponían la consolidación artística, el cuento de hadas de triste final que significó el matrimonio con Joanne Whalley, la admiración hacia Marlon Brandon y la relación laboral que compartieron, la muerte de dos de sus seres más queridos en momentos claves de su vida, y la transformación perpetua para encontrarse a sí mismo por medio de la actuación, son algunos de los momentos más conmovedores de la película, todos grabados en cintas caseras desde diversos dispositivos y formatos. Los videos de archivo se van intercalando con el seguimiento a Kilmer en los últimos años y bajo el hilo conductor de una voz en off que corresponde a Jack, el hijo del actor. Este rompecabezas fílmico se completa con recortes de revistas y dibujos que Kilmer ha creado desde hace algún tiempo y que los documentalistas incorporan a la narrativa de la película a modo de breves animaciones. En ese sentido, Val es un collage de imágenes y momentos que están en sintonía con la búsqueda personal de Kilmer, un hombre exigente e inconforme consigo mismo que pasa sus días reflexionando sobre errores y aciertos propios, alcanzando un estado de redención basado en la fe.
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¿Qué significa ser actor? ¿Protagonizar varios taquillazos y ganar premios bastan para ser reconocido como tal? ¿Dónde está situada la línea que divide al personaje de la persona? ¿Pueden quedar para siempre los rastros de los personajes en el actor alterando su conducta original? ¿Qué tipo de autoexigencia debe tener un artista para sentirse pleno? Preguntas como estás atraviesan de forma explícita y subrepticia al documental. Y es que Val no solo es una película acerca del ascenso, la caída y la perseverancia de Kilmer. Val es una pieza sobre el mundo de la actuación, con sus infortunios y apasionamientos, sus incursiones en el mainstream y la intimidad de los papeles más sobrecogedores. Val es una elegía tristísima que apela a la evocación, al tiempo pasado donde fuimos mejores ante los demás, al sentido de la trascendencia artística que intenta ir contracorriente a los moldes financieros de la industria. En un pasaje de la película Kilmer dice que ha vivido tanto en la ilusión como fuera de ella. Asume que se ha comportado muy mal, probando los límites de la realidad. Todo en función a la búsqueda de la esencia artística. Kilmer no es un cínico, mucho menos parlotea un discurso moralista que persiga la piedad del espectador ante su lastrada condición física. Kilmer es un actor que siempre ha buscado captar la verdad eterna a través de la ilusión. Kilmer es un apóstol de Shakespeare que se juega la vida en cada rol.
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El último trabajo público de Kilmer fue un unipersonal itinerante donde interpretó a Mark Twain, uno de sus héroes, y del que extrae una frase que resume la visión artística de Kilmer: “Solo necesitas ignorancia y seguridad para tener el éxito asegurado”. De niño, el actor soñaba con ser Batman. De adulto, el destino y la fama, lo pusieron en el disfraz del enmascarado. Sin embargo, no fue feliz. La libertad creativa y el rango de acción para encarnar a un superhéroe sin poderes se desvaneció cuando sintió que era una pieza de utilería más en el set. Rechazó una segunda entrega a pesar de los US $336 millones que recaudó la película y el exorbitante sueldo que hubiese recibido. “Eso más parecía una telenovela”, dice ahora. Kilmer, antes de su enfermedad, ya se había alejado de las alfombras rojas para pensar acerca de su futuro como actor y repensar sobre sus obsesiones interpretativas. A pesar de que no ha tenido el mismo reconocimiento y exposición que otros de sus contemporáneos como Sean Penn, Tom Cruise, Tim Robbins, Kevin Bacon o Robert Downey Jr., De todos ellos, Kilmer quizá sea quien mejor ha entendido el oficio de la actuación: ponerse en la piel de otro para que el resto se pueda reflejar en él.