La casa que Jack construyó
Jack (Matt Dillon) es un asesino en serie que durante 12 años mató a más de 60 personas, muchas de ellas dejaron de vivir sufriendo procedimientos tan minuciosos como enfermizos. Los cadáveres, almacenados por el victimario en un frigorífico clandestino, reflejan las múltiples miradas de un tipo desquiciado y su particular percepción sobre la existencia humana: una especie de juego macabro que asocia estrechamente al significado de la creación artística. A lo largo de la película, Jack dialoga con Verge (Bruno Ganz) y expresa sus reflexiones acerca del objetivo u obra final que todo hombre debería construir antes de morir.
Lars von Trier es polémico y provocador desde la autorreferencia hasta la frontalidad. Por ello, no sorprende que su última película, La casa que Jack construyó (2018), aluda a la exageración -por momentos sintonizada con una burda representación de la psique humana-, para volver a refregarnos que está de vuelta y no le interesa lo que se diga de él. Expulsado de los círculos festivaleros durante un buen tiempo a causa de su teatral filiación nazi y una misoginia que haría desfallecer a toda la corriente #MeToo, el director danés regresa con una propuesta que funciona a modo de planteamiento de principios del ideario von Trier: la humanidad debe pagar por sus pecados sin importar el tipo de sufrimiento que cargue y provoque, a través de incesantes castigos físicos y espirituales. El fin de todo tormento, para el realizador, siempre se enfocará en un acto de redención extremo. En el caso de La casa que Jack construyó, los niveles de redención pasan por escapar de los martirios más dolorosos sin que el protagonista sienta un ápice de culpa.
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La casa que Jack construyó también transita por una cuerda riesgosa que tiene momentos de lucidez artística -los largos diálogos entre el asesino y Verge, una suerte de bucólico Caronte, guardan profundidad e irreverencia- y efectismo disparatado -cebarse en las atrocidades de los asesinatos puede emparentar a von Trier con James Wan y su Juego del miedo-. A pesar de ese desequilibrio, el realizador europeo introduce una incómoda sensación de regocijo punzante que fortalece la estela de su propuesta, no solo con esta película, sino que sigue el camino que lo hizo reconocible y casi una celebridad. A von Trier se le puede criticar el lado más morboso de sus obras, pero nunca se le podrá tildar de no volver a asumir riesgos.
La casa que Jack construyó no es la mejor película de von Trier. Sí es un filme que se queda a medio camino por varios factores. El más importante corresponde a la cantidad de temas dispersos que ofrece la cinta, una larga retahíla de cuestiones filosóficas, artísticas, morales y espirituales, que no llegan a cerrar por completo, a pesar del extenso metraje que ocupan. Lo que sí calza a la perfección es el desempeño de Matt Dillon. Su interpretación de psicópata cruel, perverso y desalmado supone un esfuerzo tan introspectivo como físico que causa atosigamiento y fascinación, de forma especial cuando interviene en las escenas donde intenta encontrar la esencia del arte por medio de los asesinatos. Este arquitecto demente es uno de los mejores personajes que von Trier ha edifica a lo largo de toda su filmografía.
La casa que Jack construyó golpea las estructuras morales desde la paranoia de un personaje que, en gran medida, sobredimensiona el pensamiento de un director provocador que hace lo que le da la gana, generando rechazo y empatía en partes iguales.