La mula
Clint Eastwood tiene 88 años y la vida le sigue quedando corta. Sin mayor esfuerzo, cada dos o tres años filma una nueva película que al unísono puede ser calificada como “muy buena” por la crítica y los espectadores, más allá de las tendencias de Hollywood y la corrección política que demandan las olas reivindicadoras de doble cañón, #MeToo incluido. Y es que Eastwood, uno de los nuevos borrados por el sistema cinematográfico, puede resultar incómodo para muchos porque conoce mejor que cualquier artista de su país la identidad estadounidense y sus debilidades; esas mismas inconsistencias sociales que cuando alguien, como Eastwood, las espeta sin analgésicos parecen ofender a espíritus, y mentes, sensibles.
La mula es su última película y tiene como protagonista a Earl Stone, interpretado por el mismo Eastwood, un hombre que en el plano familiar siempre fue lo más cercano a un desastre -mal padre, mal esposo-, pero que en el ámbito social es disputado por sus amigos a causa de su buen humor y del éxito que le reporta el negocio de flores que ha forjado por años. Todo empieza a empeorar con el aire de los nuevos tiempos donde la tiranía de la tecnología merma su modelo de venta; entonces una gran deuda embarcará a Earl hacia el mundo de un negocio ilícito del que no podrá salir. Recordemos que Earl está cerca a cumplir los 90 años y son pocas las cosas que tiene que perder. Sin embargo, sigue siendo un tipo con principios…al igual que Eastwood.
https://youtu.be/W-2yjVLx8ZM
La mula, más que una película, permite pensar en la mirada de un cineasta que, de manera elegante, lúcida e irónica, abre brechas en estereotipos que se pueden interpretar desde varias lecturas. El racismo, la migración, el poder político o la disfuncionalidad familiar no son temas lanzados al azar por el veterano cineasta. Cada aspecto teje capas que potencian la construcción del protagonista para luego ser ubicado en situaciones que, a partes iguales, lo muestran como un anciano cínico y desmesurado o un abuelo comprensivo y solidario. El personaje de Eastwood está matizado por la experiencia y la conciencia real de las equivocaciones contra las que no se puede hacer mucho. El remordimiento existe, pero Earl no tiene como objetivo central redimirse. La vida sigue y sabe que con algunas acciones aisladas purga parte de su culpa. Le basta. Earl puede disfrutar de los placeres que otorga el narcotráfico, aunque al mismo tiempo se da maña para aconsejar a un joven traficante que ese no es el mundo adecuado. Earl puede llevar la maletera llena de drogas, pero medita al contar su historia de mal padre y esposo al mismo agente de la DEA que lo persigue, a fin de consolarlo por haber olvidado su fecha de aniversario de bodas.
Otra de las aristas que respalda a La mula para ser una película efectiva es la sucesión precisa de los hechos. Es decir, Eastwood narra de forma rápida lo que no requiere mayor profundidad y se detiene sobre lo importante para dispersar líneas secundarias en torno a Earl: su pasión por las flores y conducir largas distancias muestran lo vital que puede llegar a ser la soledad en alguien al que poca gente echará de menos. Otra de las líneas que traza el director tiene que ver con la relación entre Earl y su nieta, la única que puede hacer cambiar de opinión al viejo tozudo.
Mucho se habla de Eastwood en el sentido de un republicano que de vez en cuando saca a relucir un lado racista. Nada más absurdo como infame. Eastwood es una voz, de las pocas que aún se hacen escuchar, que todavía retrata la realidad con brutalidad. Eastwood es un zorro que mira de lejos y nos dice que seguiremos andando torcido si no decimos las cosas de frente, sin medias tintas, sin seguir la ola del establishment que cambia las verdaderas convicciones. Ojalá le queden muchos años más para seguir visionando sus trabajos.