Creed II: defendiendo el legado
Clint Eastwood ha repetido en varias ocasiones que el jazz y el western son los mejores inventos que los Estados Unidos han dado al mundo. El viejo Clint sentencia y tiene razón, como casi siempre. Sin embargo, en el plano deportivo, el boxeo es la actividad que mayor desarrollo y extensión ha alcanzado en todo el planeta bajo el impulso estadounidense, aunque su cuna moderna tenga raíz inglesa. Gimnasios de Nueva York, Los Angeles, Chicago y Filadelfia han dejado su impronta en la preparación de los mejores pugilistas de la historia. Combates épicos han hecho que Norman Mailer, Gay Talese y David Remnick, tres portentos de la crónica periodística estadounidense, dediquen textos antológicos a este deporte. El boxeo hasta en sus horas más aciagas -donde un arlequín como Mayweather se convierte en campeón- concita verdadera pasión, mucho morbo y caudales de dinero. Y es que el boxeo no consiste en la mera lucha entre dos hombres que se golpean hasta tumbarse o matarse. En momentos de mayor intensidad, según Joyce Carol Oates, esta práctica parece contener una imagen de la vida tan completa y potente, compuesta por la vulnerabilidad, la desesperación, el coraje incalculable y, muchas veces, la autodestrucción. Entonces, difícilmente podría decirse que es un simple juego.
El imaginario cinéfilo también tiene un universo boxístico integrado por luchadores, managers, periodistas e innumerables personajes oscuros y piadosos. Pueden ser contradictorios, basados en historias reales o, simplemente, utilizados para contar la fábula de la superación contracorriente en pared con el gaseoso sueño americano. Las vidas de Rocky Graziano (Marcado por el odio, 1956), Jack Johnson (La gran esperanza blanca, 1970), Jake La Motta (Toro Salvaje, 1980), Rubin Carter (Huracán Carter, 1999) o James J. Braddock (El luchador, 2005) fueron llevadas al cine con ciertas licencias artísticas a fin de explicar temas como el racismo, la corrupción, la injusticia, la decadencia moral y hasta el amor. El cine y el boxeo guardan una relación tan estrecha en los Estados Unidos que a través de muchas películas podemos entender la idiosincrasia americana.
Pero en con Rocky (1976) y todas sus secuelas -spin off incluidos- que la revisión de la historia estadounidense adquiere mayor profundidad. Son más de cuarenta años repartidos en ocho películas en las que una mirada totalizante desgrana el panorama social de ese país. Y el responsable no es otro que Sylvester Stallone. En los inicios de la saga, “Sly” le tomó el pulso a un personaje ninguneado que supo moverse en dirección al éxito a pesar de sus duras derrotas y a un ambiente de inestabilidad tanto económica como social (el contexto golpea y Rocky/Stallone lo han sabido materializar). Claro está que Rocky Balboa nunca fue un gran boxeador y más se amolda al concepto de vida que propone Oates en su libro Del Boxeo. En cambio, Rocky IV (1985) -con un personaje cuajado a nivel de logros deportivos y más cercano a las costumbres de los boxeadores de esa década- fue para Stallone la propaganda perfecta en tiempos tensos donde la Guerra Fría partió al planeta en dos. La cuarta entrega, más allá de la americanada sobredimensionada, es un producto disfrutable porque presenta a un oponente más complejo que los anteriores a nivel de origen -es indudable que el respaldo político comunista a Drago genera un morbo exquisito- y porque, de cierta manera, Stallone regresa al origen, a la esencia, a la épica del boxeo. Nuevamente examina su tiempo y, parafernalia más, rimbombancia menos, adapta al púgil a un contexto determinante en la historia de su país construyendo y reafirmando la condición del héroe popular.
La última década ya no aguantaba un Rocky Balboa que sobre el ring se trence a mamporros contra potentes campeones mundiales o amenazas soviéticas casi robóticas. El buen Rocky tenía que ceder la posta a un nuevo elemento (como ya lo había hecho en otras dos oportunidades) y la opción más eficaz consistió en darle vida al hijo de Apollo Creed, su mejor antagonista. Creed II: defendiendo el legado (2019) sigue la estela de la séptima entrega, Creed: corazón de campeón (2015) y vuelva a poner a Stallone en medio de la trama como elemento de observación de una realidad boxística muy distinta y distante de la que vivió cuarenta años antes. En la última película, dirigida por Steven Caple Jr., se evidencia casi entrada la segunda década del nuevo milenio que, al boxeo, como esencia deportiva, le queda poca alma -algo que también pasa en la vida real- y que los herederos de Don King más parecen clowns de baja estofa. Si bien Caple Jr. es quien dirige, el espíritu de Creed II: defendiendo el legado se sustenta en la mirada de Stallone, tanto así que es él quien termina captando la atención de la película. Adonis Creed (Michael B. Jordan), la nueva promesa del boxeo en la galaxia Rocky, solo es una figura de acción que tendrá la misión honorífica de vengar la memoria de su padre a costa de Viktor Drago -el hijo de Iván Drago-. La trama es tan básica que a los diez minutos de la proyección ya se sabe cuál es el camino que han elegido los guionistas -uno de ellos es Stallone-, pero eso no importa. Insisto, lo mejor que tienen las dos Creed recae en Stallone y esa demostración enternecedora del paso del tiempo. Rocky, como personaje, es tan empático que trasciende a su papel de entrenador de perfil bajo, de maestro paternal que aguanta reproches de su pupilo, de viejo sabio que escucha y elige la frase justa para noquear a Adonis. Creed: defendiendo el legado es, en realidad, Rocky. Y Rocky es la obra mejor labrada de Stallone.
La mística o aura originada por el veterano preparador y su recorrido como boxeador en las entregas anteriores salva a la película de Caple Jr. debido a que los nuevos aires infundidos por Adonis terminan en un revoltijo de inseguridades que desdibujan al joven peleador. Acá no aludo a sus temores ante la novedad que implica ser padre primerizo o la obvia venganza ante el hijo del hombre que asesinó a Apollo. En Creed: defendiendo el legado, Adonis profiere diálogos y acciones que se pierden en la especulación. Es entendible que la edad de Adonis y las responsabilidades que arrastra lo tornen vulnerable, pero, casi siempre, se le siente tan endeble que no justifica el camino hacia su hazaña final. Adonis, involuntariamente, también es un reflejo de los nuevos tiempos donde cualquier muchacho se ahoga en un par de charcos sin haberse mojado los zapatos. Adonis nunca será Rocky. No como boxeador, sino como persona. Sus orígenes son distintos y, lamentablemente, cuando se le ha querido vestir de ganador no termina de convencer.
Creed: defendiendo el legado no supera a su antecesora, tampoco disgusta. Si la idea fue darle contundencia a Adonis para que paulatinamente asuma el rol de luchador, de aquel ganador que enfrentará todo tipo de obstáculos deportivos y sociales, no llega a funcionar. En cambio, Rocky crece conforme pasan las películas. Desde los estudios se susurra que esta será la última película en que intervenga Stallone. De ser así, ya sabemos qué pasará. Si Rocky parte no habrá legado que salve a la franquicia.