El primer hombre en la luna
Cuando Damien Chazelle inició su carrera de director se habló de un joven con horizontes prometedores. Su primer hito, Whiplash (2014), llamó la atención por el despliegue de una historia intensa donde la relación maestro discípulo no encerraba enseñanzas de autoayuda, sino por la pasión y el sacrificio que sus personajes transmitían. Un elemento tan americano y fascinante como el jazz, sobrevuela la historia para potenciarla y unirla al drama de un baterista perseverante que halla en la música su única posibilidad de sobrevivencia.
El segundo hito, La La Land (2016), catapultó a Chazelle hacia una fama impensable. Multipremiada y exhibida durante muchas semanas en cuanta sala se pudo, el musical protagonizado por Ryan Gosling y Emma Stone volvía sobre el tema que parece obsesionar al director: alcanzar los sueños personales y pelear por ellos a pesar de todas las barreras posibles. Aquí un pianista -nuevamente un músico- y una actriz -el vehículo que homenajea a Hollywood, escenario de orgullo estadounidense- desean conquistar el mundo artístico sin dejar de ser auténticos, aunque para alcanzar sus metas deban sacrificar experiencias conjuntas. Por esta cinta, Chazelle se llevó el Oscar a Mejor Director cuando solo tenía 31 años.
El tercer hito, El primer hombre en la luna (2018), vuelve sobre una historia que recorre la senda de los personajes contracorriente cargados de tormentosos estados de ánimo, sin que ello signifique un obstáculo en sus propósitos, siempre redentores, siempre totalizantes. A diferencia de sus dos trabajos pasados, el cineasta edifica su película sobre la vida de una figura ajena y popular: el astronauta Neil Armstrong. Cabe destacar que El primer hombre en la luna tiene su raíz en el libro biográfico First Man: The Life of Neil A. Armstrong, de James R. Hansen.
Lamentablemente, la primera película del joven cineasta basada en un personaje “real” cae en una épica de corte formal made in América que contrasta con la naturalidad de Whiplash y hasta de La La Land. El enfoque propuesto por Chazelle sobre la carrera espacial entre los Estados Unidos y la Unión Soviética tiene un cariz de propaganda ingenua que afecta seriamente el desarrollo de la trama, pero, sobre todo, las buenas condiciones para que los conflictos interfamiliares de Armstrong prevalezcan.
Esa sombra de nacionalismo torpe -y la exasperante impenetrabilidad en el registro de Gosling, otra vez- opacan al mejor personaje de la película: Janet Shearon (Claire Foy), la esposa de Armstrong. Simbólicamente, Shearon es el enlace entre el cerrado círculo de científicos de la Nasa y las familias de los astronautas; es la madre abnegada y la esposa comprensible que privilegia los sueños de Neil antes que sus preocupaciones…hasta que se harta de todo.
Si en Whiplash y en La La Land las parábolas salvadoras estuvieron concentradas en “historias pequeñas” sometidas al empaque esteticista que acostumbra Chazelle -impoluta clave sonora y cuidadas imágenes efectistas-, en El primer hombre en la luna estas características están multiplicadas para que la historia del alunizaje de 1969, y sus fallidos intentos de años previos, funcionen a modo de sosa aventura satelital. Las escenas en el espacio son exageradamente depuradas y se contienen a nivel de riesgo, sorpresa y emoción -y pensar que Steven Spielberg forma parte de la producción-.
No se puede discutir que la estética de Chazelle se orienta hacia un espectáculo que está moldeado para complacer el gusto hollywoodense, pero es la solemnidad que transmite a través del pétreo Gosling lo que termina por destruir la oportunidad de llevar adelante un gran biopic.
El “lado B” de la vida de Armstrong y el arco temporal elegido por Chazelle – inicia en 1961 y concluye poco tiempo después de que el Apolo XI regresa a la Tierra tras la hazaña lunar- tiene tres pasajes conmovedores que le podrían dar un matiz diferente al personaje central: la temprana muerte de su hija, la pendular relación que mantiene con su esposa y el pesar crónico generado por la pérdida de los amigos de profesión. Es decir, la arista de la pérdida y la poca facilidad para manifestar los sentimientos de Armstrong son capas potentes y aprovechables desde cualquier ángulo; sin embargo, estas líneas no están correspondidas por más situaciones que las respalden.
El primer hombre en la luna es una película pretenciosa que llega a hostigar por varios motivos, entre ellos: la poca amplitud de los conflictos secundarios y una narración atosigante donde los primeros planos pretenden justificar una tensión fría. No hay duda, el primer tropiezo de Damien Chazelle marca una tendencia decreciente en su filmografía. ¿O será que la llama creativa del director empieza a extinguirse?