La rueda de la maravilla
Woody Allen muta. Ya no es el mismo director mordaz que a partir del abordaje de las relaciones interpersonales mostraba los lados más frágiles, impredecibles e hilarantes del ser humano. Tampoco se parece al realizador que a través de grandes películas mostraba un mundo de personajes entrañables, frutos de su tiempo. Allen muta y se nota demasiado. Su última cinta La rueda de la maravilla (2017) es melancolía pura, provista de un aire de naturalidad que quizá satisfaga hasta al más acérrimo de sus seguidores, acostumbrados a películas menos melodramáticas. Allen muta y, a medias, convence.
La rueda de la maravilla, a nivel argumentativo, es un puzzle al estilo de las más recientes obras del realizador neoyorkino. Carolina (Juno Temple) llega a la casa de su padre, Humpty (Jim Belushi) -situada en el icónico parque de diversiones de Coney Island, locación donde se desarrolla la mayor parte del film-, huyendo de su esposo mafioso. Ginny (Kate Winslet) -actriz frustrada, esposa de Humpty y madre de un niño pirómano (Jack Gore)- remedia el transcurrir de los años y la monotonía matrimonial entablando un romance con Mickey (Justin Timberlake) -un joven salvavidas y estudiante universitario con sueños de escritor-. Todo se complicará cuando la recién llegada y el aprendiz de literatura empiecen a conocerse mejor.
Allen asigna a Ginny el funcionamiento de toda su película. Es sobre los hombros del personaje de Kate Winslet que el discurso de la ambición perdida, por el peso y paso del tiempo, se desarrollará con plenitud, hasta que una nueva oportunidad aparecerá como una chispa peligrosa. El despertar de un renovado amor y la fuerte caída que suscita el desamor será la quimera que imantará al resto de personajes. El director plantea un juego de caretas revelando a Coney Island -tanto el parque de atracciones como la playa contigua- a modo de un espacio popular de diversión en el que también habitan hombres y mujeres resignados a la existencia que arrastran, cual pesado yunque. Lo que por fuera es espectáculo a los ojos del público, para los residentes significa el truncamiento de sus sueños.
La rueda de la maravilla está contada en off por Mickey -quien en ocasiones mira a la cámara para enfatizar ideas, muchas de ellas evidentes- otra marca registrada, y a estas alturas desgastada, del universo Allen. Lo que sí puede tomarse como verdaderos aportes son la ambientación de la época -década del cincuenta del siglo pasado y la marcada influencia económica que dejó la postguerra- y el trabajo de Vittorio Storaro. El experimentado director de fotografía moldea ambientes iluminados por la calidez que otorga un centro de esparcimiento en pleno verano, contrastados por la tristeza de los claroscuros en los espacios cerrados en que viven o trabajan los personajes.
En varios momentos Mickey hace referencia a Eugene O´Neill y traslada la admiración que siente por la obra teatral de este autor hacia Carolina y Ginny. No es casualidad que Allen profundice en los conflictos de los personajes que protagonizan el triángulo amoroso desde escenas que han sido trabajadas con una evidente referencia teatral, sobre todo en las situaciones en que los extensos diálogos se definen por la fuerza interpretativa. Sin embargo, Allen no maneja los mismos códigos que sí tenía el realismo dramático de O´Neill. Y ese es el principal problema de La rueda de la maravilla: desaprovecha una historia interesante, en un inmejorable contexto, para sucumbir al trazo de personajes que deambulan buscando un destino lógico y que, a ratos, funcionan si uno grita más fuerte que el otro. Lo más sorpresivo es que el final roza el thriller dejando de lado la supuesta arquitectura melodramática que venía mostrando. En ese delicado naufragio es que Kate Winslet porta el único salvavidas posible. Su actuación es excelente y se emparenta a la de Cate Blanchett en Blue Jasmine (2013), más que todo por la inconformidad y la inestabilidad psicológica que carga.
La rueda de la maravilla es un ejercicio donde la esencia del director que mejor ha retratado a New York queda diluida, aunque eso no da para decir que es una mala película. Se trata de lo desorientado que queda Allen al salirse del género que más domina. A pesar de todo, su último trabajo no es decepcionante.