La forma del agua
En una entrevista reciente, Guillermo del Toro dijo que La forma del agua es su “película francesa”. No queda claro qué quiso decir el director mexicano, sobre todo cuando justificó su respuesta argumentando que su último trabajo es un homenaje a la vitalidad, exento de nostalgia y desazón, a la vez que un tributo al amor y al cine. No sé si ello sea suficiente para dar énfasis a la referencia gala. Sin duda, una ligereza. Más allá de la emoción europeizada que embargó al realizador, lo que sí es evidente es que el film destaca por la música -la composición está a cargo del francés Alexandre Desplat y alude directamente a George Delerue- y la fotografía -el danés Dan Laustsen desarrolla una versión preciosista del cine negro americano-. Sin embargo, Del Toro ofrece con La forma del agua un cuento de hadas cargado de ornamentos que brillan de manera desarticulada por su falta de conciencia y originalidad.
Corren los tiempos de la Guerra Fría y el servicio de inteligencia americano captura a un anfibio humanoide en Sudamérica (una especie de dios nativo con branquias), luego lo traslada a los Estados Unidos para estudiarlo y sacarle ventaja a la Unión Soviética en la carrera armamentista y científica. Elisa Espósito (Sally Hawkins), una empleada de limpieza, muda y solitaria, se interesa por el peculiar prisionero dando origen a un enamoramiento que tendrá varias barreras, entre ellas, el malvado oficial de seguridad, coronel Richard Strickland (Michael Shannon), quien busca deshacerse del anfibio.
Hasta aquí, La forma del agua consigue fabricar superficialmente la fábula de los seres marginados que se atraen y ansían ser felices para siempre, pero el gran problema de Del Toro es que no sabe qué hacer con esa historia y elige la opción más previsible: la liberación de la pareja en un mundo nuevo donde el amor no se vea amenazado. La película es calculada, contenida, de una falsa especulación que por momentos fastidia y aburre. Del Toro no es consciente de la responsabilidad que implica una historia de amor. No reflexiona. Se ampara en protagonistas sin nervio que van y vienen sin objetivos mayores. No basta que el realizador junte en unas cuantas escenas a dos seres descubriendo su sexualidad como si se tratara del nuevo Big Bang, porque tampoco los equipa de pasados que refuercen sus existencias. Del Toro anula toda posibilidad de conocer y entender a sus criaturas porque para él la vida previa no tiene importancia. Si se aclarara el origen del anfibio (un ser que era apreciado como una deidad y que al ser secuestrado deja en desamparo a todo un pueblo, imagino) o se explicara las circunstancias en que Elisa quedó muda, dónde nació y en qué condiciones creció, todo sería distinto. La ausencia de pasado hace que Elisa y su amado novio se conviertan en personajes de cartón piedra. Además, el tránsito entre las secuencias del enamoramiento y la salvaguarda del romance es tan rápido que Del Toro sucumbe a la narración básica, cuando ambos tienen mucho que ofrecer a nivel psicológico.
Sally Hawkins tiene una buena actuación, hasta cierto punto. O dicho de otra forma, su personaje deja de parecer atractivo cuando el romance abre paso a escenas que son devastadas por la sensiblería y transforman a Elisa en alguien cursi y, por momentos, tonto. ¿Se puede ser tan bobo y no cuestionar la aventura sui generis que está viviendo? La carencia de matices afecta a todos excepto al villano encarnado por Shannon. En eso el director la tiene clara: se es perverso en diferentes circunstancias así esté en la cama, en la oficina o en el baño. El matiz, en este caso puntual, está condicionado por el espacio. Strickland regula la intensidad de su conducta, mientas que Elisa es plana y se refugia en su mudez para justificar su comportamiento. Ella pierde aire a pesar de que los hechos le otorguen grandes posibilidades para levantar vuelo (en la secuencia final, la intervención de Elisa en el muelle es tan pobre que el verdadero protagonista es Strickland). Por otro lado, Del Toro cree que es trasgresor al disfrazar su corrección política (plagada de referencias asociadas a cuestiones raciales, sociales y de género) con trajes de erotismo y sexualidad.
La forma del agua no puede compararse a El laberinto del fauno (2006), mucho menos a Hellboy (2004), porque en estas películas, donde Del Toro también fue director y guionista, sí habían personajes con esencia. El cineasta mexicano ha hecho una película para complacer y encaramelar a la Academia. Lejos, muy lejos, de la emotividad francesa que proclama para su obra. Una pena.