La transformación digital no necesita más regulación, necesita más libertad
En los últimos años, la transformación digital se ha convertido en un mantra omnipresente en los discursos empresariales, gubernamentales y académicos. Se habla de digitalización como si fuera una obligación moral, un camino único hacia el desarrollo económico y social, una suerte de evangelio moderno al que toda organización debe adherirse sin reservas. No obstante, detrás del entusiasmo generalizado, empieza a consolidarse una narrativa paralela, menos evidente, pero más preocupante: la idea de que esta transformación debe ser conducida, dirigida y regulada desde el Estado y los organismos internacionales, bajo marcos éticos uniformes, principios de sostenibilidad preestablecidos y agendas políticas globales como la Agenda 2030.
Esta visión, aunque revestida de buenas intenciones, oculta una peligrosa tentación de control. Porque en nombre de la protección de derechos, la equidad o el bien común, se vienen promoviendo esquemas regulatorios cada vez más intrusivos, que lejos de fomentar la innovación, tienden a sofocarla. La creciente intervención en ámbitos como la inteligencia artificial, el uso de datos, la economía de plataformas o la infraestructura digital, no está orientada a generar condiciones de competencia ni a corregir fallas del mercado, sino a moldear conductas, imponer valores ideológicos y fortalecer el papel del Estado como árbitro moral del ecosistema digital.
Esto no solo representa una amenaza a la eficiencia y la competitividad, sino también a la libertad de emprender, de contratar y de innovar. La transformación digital no surgió por diseño centralizado, sino por el impulso espontáneo de millones de agentes que, en un entorno relativamente libre, identificaron necesidades, desarrollaron soluciones y crearon valor. Las tecnologías que hoy redefinen nuestros negocios —desde el cloud computing hasta la inteligencia artificial, pasando por blockchain, las fintech y el comercio electrónico— no nacieron en despachos ministeriales ni en foros multilaterales, sino en garajes, startups y redes descentralizadas de colaboración global. Fueron el resultado de la iniciativa privada, del ensayo y error, del riesgo asumido por quienes apostaron por el cambio sin esperar permisos ni marcos regulatorios previos.
Por eso resulta cada vez más urgente que el sector empresarial tome una posición clara frente a las propuestas que buscan “gobernar” la transformación digital desde arriba. La promesa de un futuro tecnológico ético y sostenible no puede convertirse en la coartada para ampliar el aparato normativo ni para imponer estándares únicos de conducta empresarial. La ética digital, por ejemplo, debe basarse en principios como la transparencia, la responsabilidad y el consentimiento, pero jamás convertirse en una herramienta para justificar restricciones arbitrarias o para otorgar ventajas regulatorias a ciertos actores en detrimento de otros. Del mismo modo, la sostenibilidad digital debe surgir de la eficiencia, la competencia y la innovación, no de cuotas políticas ni de criterios impuestos por burócratas internacionales sin accountability local.
La defensa del mercado como espacio de descubrimiento —donde distintas soluciones compiten libremente por demostrar su valor— es más necesaria que nunca. En un contexto de transformación acelerada, los marcos regulatorios tienden a quedar obsoletos rápidamente. Intentar anticipar los desarrollos tecnológicos desde la norma no solo es ingenuo, es contraproducente. En lugar de promover marcos rígidos, los reguladores deberían enfocarse en crear condiciones de base: respeto a la propiedad, estabilidad jurídica, protección frente al fraude y apertura a la competencia. Todo lo demás debe dejarse al dinamismo del sector privado y a la inteligencia colectiva del mercado.
Si el objetivo es lograr una transformación digital auténtica, sostenible y responsable, entonces debemos comenzar por defender su origen: la libertad. Libertad para emprender, para competir, para fallar y volver a empezar. Libertad para construir nuevas instituciones desde la tecnología, sin depender de moldes heredados del siglo XX. Y, sobre todo, libertad para decidir el rumbo de nuestros negocios sin someternos a agendas ideológicas que pretenden sustituir al juicio empresarial por códigos de conducta ajenos a la realidad del mercado.
Esto no significa, por supuesto, una defensa dogmática de la ausencia absoluta de regulación. Existen casos excepcionales —y deben seguir siéndolo— en los que una intervención regulatoria puede estar justificada: cuando hay un daño real y verificable a la vida, a la integridad de las personas, a la seguridad nacional, a los consumidores o a la competencia misma. Pero esos casos deben tratarse con precisión quirúrgica, con pruebas objetivas y con intervenciones proporcionales, no como excusas para expandir el control ni para convertir al Estado en protagonista del cambio tecnológico. Regular solo lo necesario y nunca antes de tiempo es, paradójicamente, la mejor forma de proteger tanto la innovación como los principios fundamentales de una sociedad libre.

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