La delgada línea entre el lobby y la corrupción
La forma usual de faltarle el respeto a una persona vinculada al mundo de la empresa es decirle “lobbista”. Y eso nos ha llevado de identificar el término -a veces equivocadamente- como una ocupación incorrecta, peyorativa y delictiva incluso.
El lobby o gestión de intereses implica realizar la representación, generalmente de una pretensión o pedido, de un privado ante la autoridad. Es decir, por el lobby se intenta -pongan atención al término- persuadir a la autoridad para que favorezca lícitamente una pretensión, pedido o solicitud de un privado.
El lobby que identifica una forma de actuar que linda con lo delictivo es aquel que no se vale del término antes señalado: persuasión. La gestión de intereses hecha por un funcionario público ante otro o aquella realizada mediando dinero para convencer es corrupción.
La persuasión implica usar argumentos para lograr el convencimiento (reconocimiento) de que la decisión pública debe favorecernos, hablando desde la óptica del gestor. El dinero o cualquier tipo de presión no entran en ese campo obviamente al no calificar como argumentos.
En ese contexto es donde entra otro elemento crucial en general para una estrategia contra la corrupción (pública o privada): la transparencia. Por eso es que la norma que regula la gestión de interés en la administración pública (Ley N° 28024) -y que, por cierto, debería ser fomentada ahora que se están estimulando normas contra la corrupción estatal- pone a la transparencia como eje rector de la actividad.
Al final de todo este breve análisis me queda absolutamente claro que el rol de la gestión de intereses o lobby, como toda actividad, tiene sus propias reglas de juego. Entonces hay dos opciones: se respetan las reglas o no. Esto demarcará la delgada línea entre lobby y corrupción.
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