Matriz insumo-producto: cómo funciona, para qué sirve y por qué es esencial en la economía moderna
Por: Luis Mendiola. Profesor de Finanzas de ESAN Graduate School of Business.
Nadie olvida su primer encargo profesional. En mi caso, se trató de un ejercicio que parecía más árido que interesante: calcular la tasa de crecimiento y la inflación sectorial para minería, agro y pesca utilizando la matriz insumo-producto (MIP). A primera vista, no era más que una tabla gigantesca, con números cruzados como si fueran ladrillos de un edificio sin fachada. Pero al recorrerla, me di cuenta de que ese edificio tenía estructura, simetría y partes ocultas. Fue entonces cuando descubrí que la economía no solo se escribe con curvas de oferta y demanda, sino también con líneas y columnas.
Aquella experiencia inicial me llevó a comprender mejor qué es, en esencia, una matriz insumo-producto. Se trata de una representación contable de toda la economía, organizada en filas y columnas que revelan quién le vende a quién. Cada celda muestra cuántos inputs de un sector necesita otro para producir su output. Por ejemplo, cuánto plástico requiere la industria automotriz o cuánta energía consume la pesca industrial. A diferencia de los modelos abstractos o probabilísticos, la MIP es real: se basa en las cuentas nacionales, cuantifica flujos efectivos y permite conocer en detalle la estructura productiva.
Su forma moderna fue desarrollada por Wassily Leontief en la década de 1930, al plantear la representación de la economía como un sistema de ecuaciones lineales interdependientes. Por ese trabajo recibió el Premio Nobel en 1973. Desde entonces, los bancos centrales, las oficinas de estadística y las agencias multilaterales han utilizado matrices insumo-producto para estimar multiplicadores, simular cambios en la demanda, analizar estructuras tecnológicas o medir el valor agregado en las cadenas globales. En América Latina, además de Perú, México y Ecuador han elaborado MIP actualizadas y desagregadas por actividad económica, con un tratamiento específico para el sector público y el comercio exterior.
Mi primera experiencia fue más sencilla, pero no por ello menos enriquecedora. Para calcular la inflación sectorial, era necesario actualizar la matriz con los cambios de precios por sector y calcular su efecto en los precios de producción. Para estimar el crecimiento, bastaba con proyectar las variaciones en la demanda final e interpretar sus efectos en la producción total mediante la matriz inversa de Leontief. Técnicamente, estas operaciones no son complejas, pero revelan algo fundamental: no todos los sectores crecen al mismo ritmo ni todos trasladan la inflación de la misma manera. La minería, por ejemplo, tenía un peso indirecto enorme, no por la cantidad de insumos que demandaba, sino por su rol en las exportaciones y el tipo de precios a los que se enfrentaba. La pesca, en cambio, era especialmente sensible al precio del petróleo: cualquier variación en ese insumo tenía un efecto multiplicador. El agro, más dependiente de la mano de obra y menos de los insumos intermedios industriales, mostraba una dinámica propia.
Ahora bien, ¿sigue vigente hoy este instrumento? La respuesta no es trivial. La MIP, como herramienta contable y de simulación determinística, tiene varias ventajas: transparencia, trazabilidad y facilidad de comprensión. No requiere supuestos complejos sobre racionalidad ni se basa en distribuciones probabilísticas. Sin embargo, su estructura es rígida: supone coeficientes técnicos fijos, sin sustitución de factores ni cambio tecnológico inducido. Esta limitación es relevante en un mundo en el que la productividad, la automatización o el cambio climático pueden transformar rápidamente la estructura productiva.
Por el contrario, los modelos de equilibrio general computable (EGC) endogenizan los precios relativos, la sustitución entre factores y la optimización de los agentes. Permiten simular reformas fiscales, shocks externos o cambios en las políticas públicas de una manera teóricamente más realista. Sin embargo, implican supuestos más fuertes, mayor calibración y suelen sacrificar transparencia. Son útiles para responder preguntas del tipo “¿qué pasaría si…?”, aunque resultan más difíciles de explicar a quienes no están familiarizados con su funcionamiento.
Por otro lado, los modelos bayesianos estructurales, cada vez más comunes en la macroeconomía actual, no se basan en una contabilidad sectorial completa, sino en ecuaciones dinámicas que relacionan variables agregadas. Incorporan la incertidumbre, actualizan sus predicciones a medida que reciben nueva información y pueden incluir fricciones nominales o rigideces reales. Sin embargo, son modelos de agregados, no de estructuras productivas, y difícilmente pueden descomponer un cambio del PBI por sector, como sí lo hace la MIP.
Aun frente a herramientas más sofisticadas, la matriz insumo-producto conserva un papel propio. Entonces, ¿está obsoleta? No. Su valor sigue radicando en la claridad con la que muestra la interdependencia entre sectores. Es especialmente útil para estudios de impacto ambiental, trazabilidad de emisiones, análisis de cadenas de valor o diseño de políticas de encadenamiento productivo. Su debilidad no reside en la herramienta en sí, sino en su desactualización. Con frecuencia, se construye a partir de censos económicos realizados hace cinco o diez años, lo que limita su utilidad en la coyuntura actual. Si se mantuviera actualizada —con revisiones anuales, integración de datos satelitales y apertura para incorporar elasticidades—, su potencial sería mucho mayor.
No obstante, hay un desafío mayor: el tipo de información que proporciona una MIP suele estar poco valorizado en los debates públicos. Cuando se discute si un subsidio beneficia más al agro o a la industria, o si la minería genera encadenamientos reales, abundan las afirmaciones sin sustento técnico. La matriz permite responder con datos, pero requiere voluntad política para financiarla, técnicos capacitados para utilizarla y usuarios que la demanden.
Recordar aquel primer encargo con la matriz me lleva a pensar que no es solo una herramienta de cálculo, sino también una forma de mirar la economía con los pies en la tierra. Antes de modelar preferencias, choques estocásticos o funciones de producción no lineales, conviene saber cuánto acero se necesita para construir un barco o cuánta energía hace falta para congelar una tonelada de pescado. Ese tipo de preguntas no siempre tiene glamour académico, pero ayudan a comprender el país que se intenta transformar.

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