Poder sin reputación: el caso de Dina Boluarte
La reputación de Dina Boluarte es pésima. Tiene hoy una desaprobación ciudadana del 94%, según la última encuesta de Datum. Y, sin embargo, sigue en el poder. No renuncia. No la sacan. No cae. ¿Cómo se sostiene una presidencia cuando la ciudadanía la rechaza casi por completo?
Desde el enfoque reputacional, la respuesta no está en la legitimidad popular, sino en otro tipo de vínculo con actores más determinantes: una red de poder que realmente sostiene a la presidenta, aunque no la respete. Es decir, instituciones, partidos, gremios y élites que no confían en ella, pero que, por conveniencia, prefieren que se quede.
Estrategia de stakeholders de espaldas a la ciudadanía
El Congreso es el eje de esa red. No la respalda por respeto, pero sí porque su presencia mantiene el statu quo: una figura débil que no desafía sus intereses.
Su poder se ha extendido más allá del ámbito legislativo, hacia instituciones clave como el Tribunal Constitucional, la Junta Nacional de Justicia e incluso la Defensoría del Pueblo. Entidades que deberían ser contrapesos, hoy reproducen un equilibrio funcional al Parlamento, lo que facilita la permanencia de Boluarte. Es una alianza basada en cálculo y control, donde el poder se impone a la legitimidad.
La Policía Nacional es otro sostén crucial. Ante una ciudadanía movilizada, la represión aseguró gobernabilidad. Boluarte ha blindado públicamente a esta institución, incluso bajo ministros como Quero o Santivañez. No es un respaldo ético: es una garantía de control interno.
El liderazgo que no debe postergarse más
En este contexto, la empresa privada puede tener un rol más relevante. No para sustituir al Estado, sino para elevar el estándar del debate público y comprometerse con la integridad como parte de su licencia reputacional. El Edelman Trust Barometer 2025 señala que el sector empresarial es hoy la institución más confiable frente a una tendencia global de pérdida de confianza en los gobiernos. La oportunidad -y necesidad frente a la inestabilidad nacional- para las empresas no debe ser pasiva: debe traducirse en acción.
Pero para que esa acción tenga impacto, debe haber presión sostenida, articulación ciudadana y estrategia. Las iniciativas empresariales no pueden seguir siendo gestos simbólicos que se disuelven al día siguiente. Necesitan continuidad, narrativa pública y costo reputacional para quienes deciden ignorarlas. Y un factor más: la voz de un gremio no debe ser solo la de su presidente. Directores generales, empresarios con autoridad moral, líderes sectoriales o multigremiales deben hablar con nombre propio.
Hay que tomar en cuenta que el mismo estudio de Edelman, publicado en enero de este año, remarca que la descontento de la ciudadanía finalmente repercute también en su confianza sobre la ética y competencia de las empresas. Si la única de las instituciones que aún goza de confianza no toma una posición frente al descontento en los gobiernos, terminan siendo arrastradas por la reacción contraria de la ciudadanía. ¿Tiene sentido esta situación en el Perú? Yo considero que sí. ¿Y tú?
Estuvimos advertidos…
Hace quince años, Michael Porter advirtió que el Perú era un país “esquizofrénico”: sólido en lo macroeconómico, pero débil en lo institucional. No lo escuchamos. Hoy, esa fractura es más profunda: una presidenta sin legitimidad, una política sin credibilidad y una red de poder que sostiene, pero no respeta.
La macroeconomía peruana sigue firme, sí, pero gracias principalmente a Julio Velarde al frente del BCR. Ese es el riesgo: que lo que queda de estabilidad dependa de un solo pilar. Si cae —y las elecciones en el 2026 pueden empujarlo—, el derrumbe será total. Porque el país no puede sostenerse eternamente sobre una reputación prestada.
El poder sin reputación es frágil. Tarde o temprano puede caer. Que el país no caiga con él.

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