A veces, Encarna Oviedo va de tiendas a ver si huele cosas. También se ducha más de lo normal y, cuando viene su hija a verle, enseguida le pregunta: “¿la casa huele bien, nena?”.
Ella no lo sabe porque hace más de un año que perdió el olfato por el COVID-19 y, como miles de pacientes, todavía lucha por recuperarlo.
Esta mujer jovial de 66 años que vive cerca de Terrassa, al noroeste de Barcelona, fue una de los muchos españoles que contrajeron el virus en la agresiva primera ola de 2020. Con un país asustado, y cientos de muertos al día, pasar una forma leve de la enfermedad era una suerte y la pérdida del olfato, un detalle menor, también para unos médicos saturados.
Con el tiempo, las vacunas han ido ganándole terreno a la pandemia, pero al menos medio millón de españoles siguen sin oler, según los cálculos del doctor Joaquim Mullol, director de la Clínica del Olfato del Hospital Clínic de Barcelona, y uno de los pocos especialistas que había en el país antes de la pandemia.
“La pérdida del olfato se produce en aproximadamente un 70% de los pacientes que tienen covid”, explica. La mayoría lo recupera íntegramente en las siguientes semanas, pero una cuarta parte sigue con problemas.
“De muchos no nos enteraremos nunca, porque no consultan al médico”, apunta el doctor.
Las noticias tampoco son muy alentadoras para quien acude al especialista esperando recuperarlo rápidamente: el único tratamiento que ha demostrado cierta eficacia tras la pérdida por un virus como el COVID-19 es el entrenamiento olfativo.
Rehabilitación
El aumento de casos que trajo la pandemia empujó al Hospital Mutua Terrassa, a unos 30 km de Barcelona, a crear en febrero una Unidad de Olfato, como ha ocurrido en muchos centros.
Desde entonces, ya han pasado por allí unos 90 pacientes, la mayoría con COVID-19 persistente. Tras una primera evaluación médica, inician una rehabilitación en la que una vez a la semana, durante cuatro meses, acuden al centro para identificar olores con un terapeuta.
Al final, vuelven a visitarse con el otorrinolaringólogo -el médico especialista en oído, nariz y laringe- y realizan un nuevo test para ver la evolución.
“¿Miel, vainilla, chocolate o canela?”, le pregunta el doctor a Encarna mientras le extiende uno de los 48 cilindros aromáticos sin identificar que compone una de las pruebas. “¿Vainilla...?”, lanza ella poco convencida.
Café y gasolina
Cristina Valdivia también se contagió de COVID-19 en aquel confuso marzo del 2020. Pasó la enfermedad de forma leve y perdió el olfato durante tres meses. Hasta que, de repente, volvió a oler, pero mal.
“Empecé a oler constantemente a quemado, como si tuviera la nariz metida en una freidora”, recuerda esta mujer de 47 años desde su casa de Barcelona.
Tras meses de angustia, y el paso por varios otorrinolaringólogos hasta llegar al Hospital Clínic, le explicaron que padecía parosmia, una percepción distorsionada del olfato.
La buena noticia es que esta suerte de reconexión errónea suele darse en pacientes que están en proceso de recuperación y la mala, que no hay más ayuda que la rehabilitación, y la paciencia.
Dos veces al día, Cristina abre su maleta con seis botes de diferentes olores y pasa unos 20 segundos concentrada aspirando cada uno para tratar de regenerar sus conexiones olfativas. Algunos, como los cítricos, parecen ir asomando, pero otros se resisten especialmente.
“El café es espantoso, es una mezcla entre gasolina, algo podrido...”, relata.
Desconectados
A menudo el más discreto de los sentidos, la vida sin olfato es más complicada de lo que parece.
“Al principio fue horrible. Me pasaba los días llorando”, recuerda Cristina, quien todavía no consigue oler a su hijo y cuya vida se ha visto alterada hasta en lo más íntimo: “Por ejemplo, abrazo a mi suegra, a mi madre y el olor es horroroso. Cuesta gestionar eso”, describe.
Paciente de fibromialgia, por la que tuvo que dejar de trabajar hace tiempo, sus años en terapia le han ayudado a soportar un proceso en el que se ha sentido muy sola.
“Con el olfato nosotros olemos todo lo que comemos, lo que bebemos. Nos relacionamos con el exterior”, explica el doctor Mullol. “Además, olemos cosas nocivas que pueden ser peligrosas, como puede ser el gas, la comida estropeada. Todo esto se pierde y la persona se desconecta del mundo”, alerta sobre unos pacientes que pueden padecer depresión o pérdidas de peso abruptas.
Harta de no degustar la comida, Encarna dice que últimamente anda con menos ganas de comer, pero no pierde la esperanza de que esto acabe pronto. “A ver si me levanto un día por la mañana y, mira, ya huelo algo. ¡Es que ni el café!”, lamenta.