Luis Miguel Castilla
Exministro de Economía
Empezamos un año clave, en el cual las elecciones generales se realizarán en un contexto muy delicado, con un enorme número de hogares sufriendo de gran precariedad por la crisis económica, una creciente convulsión y conflictividad social, un gobierno de transición que muestra mucha debilidad e inexperiencia, una juventud movilizada (aunque sin memoria histórica de los estragos que la crisis de fines de los ochenta tuvo en el país), una clase política desprestigiada (y con escasa legitimidad) y el auge de un populismo desmedido que pretende ganar adeptos con promesas facilistas o cambios refundacionales para supuestamente mejorar la calidad de vida de los peruanos.
Si las acciones legislativas recientes son indicativas de lo que pasará durante la campaña, hay razones para estar alertas y muy preocupados ante los embates de los políticos que se valen de las expectativas insatisfechas de un importante segmento de la población para plantear políticas efectistas sin medir sus verdaderas consecuencias. Decretar aumentos salariales entre privados en el caso del sector agroindustrial o imponer controles de precios en el mercado crediticio son medidas que tendrán resultados perjudiciales para sus pretendidos beneficiarios. Estamos en esta situación, en parte, porque se han vulnerado los candados técnicos que en el pasado imponían una cuota de racionalidad y frenaban el ímpetu populista que ha tendido a caracterizar al Parlamento. Es así que se ha abierto una caja de Pandora muy peligrosa al no saber qué actividades económicas serán las próximas a ser intervenidas, ante la pasividad (y cierta permisividad) del Gobierno y la inefectividad de los gremios empresariales. A la ola regulatoria intervencionista se suma un largo listado de iniciativas de gasto que comprometen las finanzas públicas y que se dirimirán en los fueros del Tribunal Constitucional, exacerbando aún más el sentimiento ciudadano de expectativas incumplidas.
Es probable que, en un escenario de polarización política, las elecciones se tornen en un plebiscito sobre la necesidad de adoptar una nueva constitución con miras a resolver los problemas estructurales que aquejan al país (y que han quedado dramáticamente al descubierto en la actual coyuntura). Mucho ya se ha escrito sobre los beneficios logrados durante las últimas décadas por el capítulo económico de la Constitución de 1993, el desconocimiento generalizado que se tiene sobre su contenido y, en general, el hecho que los problemas que se pretenden resolver poco tienen que ver con los pretendidos cambios a la carta magna. Sin embargo, casi todos los candidatos presidenciales anuncian una nueva constitución como una de las principales propuestas de su plataforma programática. Como si se tratara de una panacea, se promete que los problemas del país se resolverán si los congresistas que sean elegidos el próximo abril logren modificar el contrato social que rige a nuestra sociedad y, así, obtengan las reivindicaciones que anhelan.
Los embates de los políticos se valen de las expectativas insatisfechas para plantear políticas efectistas sin medir sus verdaderas consecuencias.
Al margen de los problemas de representatividad política que sí ameritarían cambios constitucionales puntuales, una de las banderas que más se está enarbolando es que tendremos un país más justo si se da pie a un modelo económico donde el Estado retome nuevamente un rol más protagónico en el mercado, eliminándose su subsidiariedad, restaurándose la importancia de los sectores “estratégicos” y recuperándose la soberanía nacional ante la “dominancia” del capital extranjero. El gran problema es que la pretendida justicia social no se logrará de esta manera, como lo demuestra nuestra propia experiencia. Por el contrario, una mayor cohesión social se conseguirá construyendo un Estado funcional que provea bienes y servicios públicos de calidad; mantenga un entorno propicio para la inversión; y que sea transparente y rinda cuentas por sus actos. Por su parte, una mayor cohesión se logrará con el pleno respeto de los derechos de los ciudadanos (trabajadores y empleadores) y que estos, a su vez, cumplan sus deberes y obligaciones, empezando por cumplir la ley y honrar sus compromisos contractuales y tributarios.
Sin duda, el Estado tiene un rol redistributivo y lo puede ejercer por la vía del gasto público (y las transferencias) o de los tributos; no obstante, hay evidencia que este objetivo se logra de manera más efectiva a través de lo primero que de lo segundo. Mejorar la calidad y efectividad del gasto público implica mejorar la institucionalidad, instalar la meritocracia del servicio civil, reformar la descentralización, adoptar el gobierno electrónico y mejorar la transparencia e integridad de la función pública. Es evidente que estos ámbitos de acción no requieren de cambios constitucionales. Sin perjuicio de lo anterior, mejorar la progresividad del marco tributario y financiar las demandas de mayor gasto (para tener mejores redes de protección social y mayor cobertura de servicios básicos) demandará generar ingresos fiscales adicionales para sostenerlo. Estos cambios demandarán eventualmente una reforma tributaria (con los consensos requeridos) y no una nueva Constitución, como se alude.
La venidera campaña electoral exige que contribuyamos a tener una ciudadanía más informada y una discusión programática que resuelva los problemas que nos aquejan y que llene los espacios que muchas veces son tomados por proposiciones maximalistas o promesas con el móvil de captar votos y hacerse del poder a cualquier costo. La mayoría de peruanos no queremos experimentos que han fracasado en el pasado y no debemos ser pasivos ante estos riesgos. Urge que como ciudadanos ejerzamos un voto informado y desapasionado que evite que el Perú caiga nuevamente en una década perdida. Todos tenemos responsabilidad en esta cruzada.