(Foto: GEC)
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Por: Julián Cubero, Economista Líder de BBVA Research para España

Una de las pocas certezas sobre las consecuencias de la pandemia desencadenada por el Covid-19, dejando aparte la invaluable pérdida de vidas, es que en el ámbito económico producirá caídas del PIB y aumentos de la deuda pública. El coronavirus es un choque no visto en 100 años, comparable en su naturaleza sólo a la mal llamada Gripe Española de 1918-20.

El consenso generalizado es la incertidumbre máxima para poder anclar tanto el alcance como la persistencia de las caídas de actividad en el muy corto plazo, o el ritmo de la esperada recuperación posterior.

La continua actualización de previsiones económicas, sus correcciones en magnitudes no vistas (ver por ejemplo el reciente World Economic Outlook del FMI) se deben a la incierta evolución e impactos de tres factores.

El primero, el contagio y la letalidad de la propia pandemia, en el que influyen elementos víricos y sanitarios, además del segundo factor: la duración y severidad de las limitaciones a la movilidad y la actividad, con sus efectos en la recuperación de la inversión o del turismo.

Y el tercero: el efecto que tengan las medidas de apoyo implementadas por bancos centrales, Gobiernos y supervisores bancarios para aliviar las consecuencias de contagios y cierres.

El aumento de la deuda pública será una característica del nuevo escenario, como la evidencia histórica muestra al repasar disrupciones anteriores. El esfuerzo bélico de las guerras mundiales, la Gran Depresión de 1929 y la Gran Crisis Financiera de 2008 multiplicaron el ratio de deuda pública sobre el PIB en Estados Unidos.

Este comportamiento de la deuda pública a nivel global se dará también en la crisis actual (como cuenta el FMI en su muy reciente Fiscal Monitor). Más deuda para financiar el mayor gasto público decidido discrecionalmente (para reforzar el sistema sanitario, por ejemplo) y el funcionamiento de los estabilizadores automáticos (los pagos por desempleo y la caída de la recaudación por la menor actividad).

Y más deuda también como consecuencia de los programas de compartición de riesgos del sector privado, con préstamos y garantías para empresas o ayudas de rentas a los hogares.

En total, según calcula el FMI, cerca de 8 billones de dólares a nivel global, más de cuatro veces el PIB de España de 2019. El 70% del total son préstamos y garantías a empresas privadas para evitar algo que se dio en crisis anteriores: que la falta de liquidez por la interrupción de los flujos de ingresos y pagos derivados de cierres y descensos de actividad se convierta en problemas de solvencia, con un forzado desapalancamiento que destruye la capacidad productiva, el capital, el know how y el empleo.

Estas medidas del sector público, junto a las de los bancos centrales (programas de liquidez para el sistema financiero y de compras de activos, incluyendo bonos corporativos) y a las de los supervisores bancarios (relajando las exigencias de capital y de contabilización de pérdidas por impagos de créditos) van orientadas al mismo objetivo: evitar que una severa recesión se convierta en una depresión económica.

El éxito de estas medidas está directamente relacionado con su implementación inmediata y con su eficacia, pero también con la brevedad de la pandemia y de las limitaciones de la actividad que conlleva.

Y también con las condiciones de partida de la economía en cuestión, de su margen de actuación. Este margen es endógeno a las expectativas de crecimiento de largo plazo, que de modo muy sintético, han de ser mayores al coste real de la deuda, para que su sostenibilidad no se ponga en duda.

Con unas expectativas de crecimiento que la evidencia histórica dice que no mejoran precisamente tras las pandemias, a pesar de que el coste de la deuda pública está en mínimos históricos (al menos en las economías avanzadas), sigue habiendo una restricción al recurso al sector público.

Y el aparcamiento de la deuda pública en los balances de los bancos centrales, si otros inversores son incapaces de absorber su aumento, puede generar distorsiones en la asignación eficiente de los recursos económicos.

Aunque todos estos riesgos son secundarios frente a lo primordial: acabar con el coronavirus para reducir lo más posible la pérdida de vidas y tratar de volver a una nueva normalidad.