A medida que los argentinos se dirigen a las urnas para las elecciones primarias este domingo, he aquí un enigma para los votantes: ¿cómo escoger entre campañas políticas que se demonizan mutuamente como la ruina encarnada, pero cuyos candidatos están en carrera para reclamar la postura intermedia?
Para la burocracia, el actual presidente, Mauricio Macri, del partido Cambiemos, es lo único que detendrá el retorno al país del populismo autoritario que convertiría la segunda mayor economía de Sudamérica en la Venezuela del Río de la Plata. Para sus oponentes, Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner, del reconocido partido peronista “Frente de Todos”, Macri es la herramienta de los avaros neoliberales cuya frívola austeridad estrangulará la economía y ahogará a los pobres.
Mucho de esto es teatro político para levantar a los fieles al partido antes de las elecciones de octubre (las primarias del domingo son más una encuesta nacional). Dejando de lado la actuación, sin embargo, lo que queda es una pelea entre los dos candidatos más competitivos, de los 10 que aspiran a la presidencia, por mantener el mismo estrecho espacio de política bajo control y robarse votos moderados del centro. La convergencia entre los candidatos es más que una cuestión de estilo político. También muestra que el electorado argentino ha cambiado para bien, puesto que los votantes golpeados por la crisis exigen planes y propuestas, no promesas vacías.
Alberto Fernández, un moderado y conciliador que lidera la balota de oposición de Frente de Todos, representa un contraste fuerte con su compañera de fórmula, Cristina Fernández –conocida por todos simplemente como Cristina–, una peronista alfa cuyos ocho años de populismo destructor de la riqueza paralizaron la economía y enajenaron a millones de argentinos. Macri también ha hecho un gran esfuerzo para cambiar la imagen de su campaña en dificultades, escogiendo como compañero de fórmula a Miguel Ángel Pichetto, un peronista que sirve como intermediario en el poder legislativo, en un gesto claro a los moderados alejados.
Tampoco hay mucho acuerdo entre sus posiciones políticas. Si Macri es vilipendiado por sus posiciones políticas favorables a los negocios, su austeridad y su acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, ¿qué decir de Fernández, un pragmático que renunció a su cargo como jefe de gabinete de Cristina por su estilo agresivo, sus políticas estatalistas y sus peleas con líderes industriales y medios del país? Como presidente, Cristina a menudo hizo a un lado a los poderosos agricultores argentinos. Fernández incluso los ha cortejado, proponiendo recortes de impuestos a las exportaciones agrícolas si la economía crece.
La convergencia tiene sentido en un país donde la disonancia solo ha empeorado el infortunio económico propio. La economía está en recesión, el desempleo alcanzó un máximo en 13 años y la inflación ha sobrepasado 50%. Por supuesto, la guerra comercial entre EE.UU. y China podría dar a los agricultores argentinos un impulso momentáneo. Sin embargo, la turbulencia global añade presión al volátil peso, el cual ya es la moneda más débil entre los mercados emergentes.
Incluso aunque los analistas aseguran que la economía está respondiendo a las reformas, los sacrificios están en todas partes. Más de un tercio de los argentinos en las ciudades son pobres, y casi la mitad de los niños vive con menos de lo que necesita, según una encuesta de la Universidad Católica de Argentina en junio. En el Gran Buenos Aires, donde vive 28% del electorado nacional, uno de cada dos hogares vive en la pobreza. Una ola de crímenes y una corrupción cada vez más fuerte establecen el panorama terrible que abre oportunidades a los populistas.
El populismo no está muerto en Argentina, solo un poco atenuado, como ilustra el giro de la campaña hacia el peronismo. “La marca del peronismo está en todas partes, pero es una versión ligera”, asegura el historiador argentino Federico Finchelstein, profesor en The New School for Social Research. El peronismo, después de todo, se extiende convenientemente por todo el espectro político. Este ajustado movimiento sienta bien en una sociedad aún enamorada de la política de personajes, pero —tal vez debido a que los recuerdos de la dictadura siguen vivos— intranquila con las ideologías de ira actuales. “Nadie en la derecha Argentina se atrevería a alabar la guerra sucia o la tortura”, asegura Finchelstein, en referencia a los biliosos mantras del presidente populista de Brasil, Jair Bolsonaro. “Recuerden que Juan Perón se describía a sí mismo como el león vegetariano”.
Las campañas han lanzado un guiño a esa tradición. Macri ya no puede ponerse el manto antipolítico que usó en 2015, ni puede alardear de sus logros económicos, así que le está pidiendo a los votantes que tengan fe en que sus reformas eventualmente darán resultado. Fernández no puede prometer un retorno a los viejos tiempos —el gobierno de Cristina dejó a Argentina postrada—, solo el fin de la miseria. “Ambos candidatos están diciendo en esencia ’confíen en mí’. Ese es un marco populista, no una plataforma”, dice Finchelstein.
El populismo atenuado no revivirá el crecimiento ni generará reformas. Pero los malos tragos pueden ayudar. Quien sea elegido en octubre tendrá que negociar términos más flexibles (un excedente primario más pequeño) con el FMI y honrar los pagos a los acreedores, según Oxford Economics.
“Incluso si Fernández y Fernández ganan, las señales son que no se repetirá el último mandato de Cristina. Los inversores y los acreedores castigarán rápidamente cualquier regreso al populismo”, asegura el analista de mercados emergentes de Goldman Sachs Alberto Ramos. Ese es el efecto civilizador de la camisa de fuerza —de la línea partidista que sea— que imponen los mercados globales a los formuladores de política, sin importar la ideología. Los soñadores políticos de Argentina lo ignoran bajo su propio riesgo.
Por Mac Margolis