Una deja Ucrania devastada por “criaturas del infierno”. Otra vuelve al país combativa, con la bandera azul y amarilla en la maleta. Y otros huyen, regresan, y se van de nuevo al ritmo de los bombardeos rusos.
En el puente que lleva a la humilde aldea de Sighetu Marmatiei, Irina Ustianska cruza la frontera entre Ucrania y Rumania, con las maletas y los niños, por segunda vez desde que empezó la invasión rusa de su país.
Cuando los bombardeos se acercaron a la ciudad sureña de Odesa en marzo, ella se fue a Bucarest. Pero al cabo de un mes, decidió volver a su casa. “Pensábamos que los combates ya no eran tan intensos, pero nos equivocamos”, explica con resignación.
El 3 de abril, los bombardeos rusos sacudieron nuevamente esta ciudad portuaria a orillas del mar Negro. En su teléfono, la mujer de 38 años muestra la fotografía de una espesa humareda que se levanta por encima de un depósito de combustible.
Pasaría un solo día en su casa antes de retomar el camino del exilio. Un solo día antes de que sus hijos, Olena de 8 años y Daniel de 15, tuvieran que despedirse nuevamente de su padre sin saber cuándo volverán a verlo.
“Es muy difícil para ellos”, admite Irina. “Esperan volver muy pronto porque no pueden imaginarse vivir en el extranjero sin su padre”.
Su historia es la historia de la frontera ucraniana con el resto de Europa, donde la angustia se mezcla con la esperanza en las idas y venidas de refugiados.
Según la ONU, más de cinco millones de personas han dejado el país desde el lanzamiento de la invasión el 24 de febrero, en el mayor éxodo en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Entre ellas, cientos de miles han decidido volver a un país todavía en guerra.
Para explicar sus vivencias, un equipo de AFP recorrió a mediados de abril unos 2,500 km de esta frontera, desde el punto más septentrional en Dorohusk (Polonia), a las puertas de Bielorrusia, hasta el más meridional, en Isaccea (Rumania), a orillas del Danubio.
Expulsadas
En el grisáceo Vysne Nemecke, un cruce de carreteras en la frontera de Eslovaquia, repleto de camiones pesados y tiendas de campaña, Tetiana Dzimik se desahoga con quien quiera escucharla.
Esta profesora de dibujo de 38 años huyó de su pueblo cercano a Bucha, la ciudad en las afueras de Kiev donde Ucrania acusa a Rusia de una masacre tras el hallazgo de decenas de cadáveres.
“¿Quién hace este tipo de cosas? Son criaturas del infierno, no humanos”, dice entre sollozos.
Con mirada angustiada y un reguero interminable de palabras, explica que en su pueblo los soldados rusos rompieron puertas y ventanas, saquearon casas y defecaron en habitaciones y salones.
Pero no fue hasta principios de abril que Tetiana optó por el exilio para proteger a su bebé de un año, Oleksij, y a sus gemelos de 11 años, Danilo e Ivan.
“Cogí miedo porque la calma es más aterradora que el ruido de las explosiones”, explica. “Cuando todo estalla alrededor tuyo, sabes que algo pasa. Cuando todo está tranquilo, no sabes dónde están estos seres abominables”.
Más al sur, pasado el punto fronterizo de Záhony, ya en Hungría, Olesia Demechenko, por fin a resguardo, se recupera en una tienda de la World Central Kitchen (WCK), la ONG del chef hispano-estadounidense José Andrés.
La mujer llega de Molochansk. Allí, en el sur de Ucrania, los rusos empezaron a registrar las casas y a expulsar a sus ocupantes para dejar sitio a los combatientes chechenos, afirma.
Con su hijo, que todavía no levanta dos palmos del suelo, y unos amigos, Olesia prevé reunirse con su esposo que trabaja en una fábrica en Budapest.
Hungría, que años atrás recibía con alambradas a iraquíes, sirios o afganos, acoge ahora a los ucranianos, aunque su primer ministro, el nacionalista Viktor Orban, es el dirigente de la UE más cercano a Vladimir Putin.
“No nos hace saltar de alegría que Orban tenga debilidad por los rusos”, dice la mujer de 41 años. “Pero para nosotros, en este momento, lo que cuenta es estar seguros”.
Más allá de Polonia, donde muchos de los 2.7 millones de refugiados decidieron quedarse, los Estados limítrofes con Ucrania a menudo no son más que países de tránsito hacia otras destinaciones muy variadas, desde Italia a Estonia.
“Desarraigados”
Los pasos fronterizos se suceden, algunos rebosantes de actividad, otros desiertos.
En Medyka, en Polonia, se levanta una sucesión de carpas humanitarias con aspecto de mercadillo. Pero aquí, todo es gratuito: comida, cuidados, consuelo...
Los Testigos de Jehová, omnipresentes en toda la frontera, se sitúan frente a una camioneta de comida sij y ONG israelíes se codean con la Media Luna Roja egipcia.
Diez kilómetros al oeste, en el andén de la estación de Przemysl, el hermano François, con su sotana, distribuye comida y mantas y guía a los refugiados extenuados y desorientados.
“Están desarraigados, no tienen ni idea de cuál será su futuro, pero mantienen su dignidad y esto es absolutamente extraordinario”, dice el religioso.
En sus ratos muertos, el misionero de Calcuta toca melodías bengalíes con su flauta. “Traemos un poco de alegría al subsuelo de la estación que a veces es siniestro”, afirma.
Algo más allá, una veterinaria polaca administra vacunas y papeles a los perros y los gatos que muchos ucranianos se han llevado con ellos en su huida.
“Más que nunca, forman parte de la familia”, dice Katarzyna Grochowska, que recorrió 400 km para ir a ayudar a esta ciudad de 60,000 residentes por donde llegaron a pasar 55,000 refugiados diarios.
Przemysl es “la capital mundial del voluntariado”, se enorgullece su alcalde, Wojciech Bakun.
En las últimas semanas, el flujo de exiliados aminoró. En Kroscienko, en un recóndito y bucólico valle al sur de Polonia, la calma reina ese día.
Unos policías se calientan alrededor de un fuego cuando, de repente, una mujer llega con un bebé en el vientre y otros dos niños siguiendo sus pasos.
Cuando la barrera se levanta, sus ojos se elevan hacia el cielo, se cierran y dejan escapar una lágrima silenciosa. Alivio, fatiga, tristeza... De su rostro emanan mil emociones.
Los peligros del éxodo
Como las autoridades ucranianas no autorizan la salida de hombres de 18 a 60 años que puedan combatir, un 90% de los exiliados son mujeres y niños.
Al huir, el peligro de la guerra se aleja, pero otros acechan.
Estas personas “son particularmente vulnerables a las violencias sexuales y sexistas porque son jóvenes, con niños”, alerta la representante en Moldavia de ONU Mujeres, Dominika Stojanoska.
“Hay un riesgo de ser sometidas a violencias de distintas formas durante el trayecto, el riesgo de la trata” una vez cruzada la frontera, añade.
La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) ha alertado de algunos casos. En Moldavia, por donde han pasado más de 400,000 ucranianos, se han notificado muy pocos.
Pero “a medida que la situación se agrava y que las hostilidades se intensifican, espero ver más mujeres víctimas de violencias sexuales”, dice Sojanoska.
Los niños, especialmente aquellos que marchan sin padres, pueden ser también presas fáciles para los traficantes.
En Korczowa, cerca de la frontera en Polonia, unos gritos estridentes se escapan desde un rincón de una galería comercial en quiebra que se ha reconvertido en un centro de acogida.
Proceden de una tienda en la que la ONG Biblioteca Sin Fronteras (BSF) ha instalado una pequeña mediateca donde los chavales reencuentran la inocencia robada por la guerra con libros, juegos de mesa y todo tipo de juguetes.
En las paredes hay colgados dibujos de corazones, flores y mariposas. Los dibujos, muchos, de tanques, combates o banderas rusas tachadas, no llegan a exponerse.
“Tenemos niños que llegan con señales de estrés postraumático. Los orientamos a actividades que les ayuden a salir de su huida, de esta cotidianidad que conocen desde hace semanas”, dice Clémence Loupandine, responsable de la misión de BSF.
En la estación de Záhony, dos británicos iluminan con peluches traídos desde su país los rostros de los niños que bajan del tren bajo la lluvia.
“Esto permite a los padres ver a los niños sonreír de nuevo”, dice David Fricker, de 39 años, conductor de tren que se ha tomado vacaciones sin sueldo para ir a ayudar.
En sentido inverso
Porque el conflicto queda lejos de su región o por nostalgia, más de un millón de exiliados han hecho el camino de vuelta a Ucrania.
Salida de la nada, sonriente, casi con aspecto de conquistadora, Katerina Bolotava se presenta a pie en el soleado paso fronterizo de Palanca, en Moldavia, a una hora de Odesa.
Con una mano sujeta las correas de sus dos perros. Con la otra, una maleta coronada con una bandera ucraniana. Tras cinco semanas de exilio en Alemania, vuelve a su ciudad portuaria.
“Extraño mi marido y mi país. Era un país muy bonito, un pueblo muy bonito”, dice radiante la abogada de 36 años. En Alemania, “todo el mundo fue muy generoso conmigo, pero no podía quedarme, tenía que volver”.
“Antes de la guerra, viajaba todos los meses. Fui a 25 países, pero el viaje más bonito que he hecho es este, desde Alemania hacia mi Ucrania”, asegura.
Detrás suyo, Tetiana Ponomareva, empleada portuaria de 41 años, y su hija Ksenia, estudiante de 19 años, esperan en la cola con un estandarte azul y amarillo bajo el parabrisas de su Nissan.
Refugiadas en Chisinau, la capital moldava, aseguran haber llorado cada día leyendo las noticias.
“Claro que tenemos miedo, pero hace un mes que lloramos: echamos de menos a nuestros padres, nuestros amigos, nuestra casa. Queremos volver a verles”, dice la madre.
“Todos los días queríamos volver. Hoy simplemente hemos decidido tomar el coche y hacerlo”, afirma.
Encontrado en Záhony, Volodimir, un imponente joven de 30 años que roza los dos metros, vuelve para hacer la guerra. Cuando comenzó la invasión, este piloto estaba de vacaciones con sus padres en Georgia. Ahora los tres esperan un tren en dirección a Kiev.
“El problema es que no reclutan pilotos en el ejército ucraniano. No tenemos suficientes aviones”, dice.
Bloqueados en la frontera
Entre quienes van y vienen, hay aquellos que se quedan en la tierra de nadie de la frontera, como el británico Anthony Phillips que quería unirse a la “legión internacional” de Ucrania, pero fue rechazado.
“Frustrado”, este londinense de 30 años trabaja ahora en una ONG en el puesto fronterizo de Dorohusk.
En Chisinau, Viktoria Logvinova, una coqueta octogenaria, quedó atrapada en un refugio instalado en el centro de exposiciones.
Procedente de Járkov, la segunda ciudad de Ucrania en el noreste, blanco de ataques constantes, marchó en contra de su voluntad. “Mi hija me obligó”, dice la profesora de música jubilada. “Incluso si la ciudad muere, quiero morir con ella”, protesta la anciana.
Símbolo de los caminos cruzados de la frontera, un transbordador va y vuelve de una orilla a otra del Danubio en Isaccea, en Rumania.
Desde la orilla rumana del río, Jaroslov Marukno, un adolescente de 16 años de la ciudad industrial de Dnipró, contempla cómo el barco navega hacia su país bajo un sol radiante.
¿Y él, cuándo podrá cruzar la otra orilla? “En un mes”, responde convencido. “Confiamos en el ejército ucraniano”.