Irpin era un suburbio acomodado de Kiev, la capital de Ucrania, pero la mayoría de sus habitantes han huido de los bombardeos rusos y ahora es una ciudad fantasma.
Las calles están llenas de escombros, consecuencia de los misiles Grad que reventaron tanto edificios de apartamentos de gran altura como modestos bungalows de madera y ladrillo.
A veces las calles vacías son tan silenciosas que el sonido de un pájaro carpintero golpeando un árbol se oye más que los cañones lejanos.
Pero otras veces llega el estruendo de las baterías de misiles Grad y de las salvas de mortero que lanzan cerca.
Es mucho más de lo que Mykola Pustovit, un hombre de 69 años, podía soportar. Cuando él y su mujer inician una larga caminata buscando una seguridad relativa en Kiev rompe a llorar.
Tenían la esperanza de que la línea de frente se alejara de Irpin, “pero ahora, después de tantos bombardeos, es insoportable”.
En realidad, la línea del frente no se ha desplazado desde hace días. Según los cálculos de los soldados ucranianos de los puestos de control de la ciudad, entre el 20% y el 30% del distrito está en manos rusas.
El siguiente suburbio, Bucha, a unos cientos de metros más al norte, ya está en manos del ejército invasor.
La violencia nunca está lejos. Mientras los reporteros de la AFP cruzaban un puente de madera improvisado hacia Irpin a primera hora del domingo, las fuerzas ucranianas estaban sacando los cadáveres de tres de sus compañeros.
Más tarde, un coche que transportaba a periodistas estadounidenses fue tiroteado cerca de un puesto de control ucraniano, matando al fotógrafo Brent Renaud e hiriendo al reportero Juan Arredondo.
Tras el incidente, el alcalde de Irpin, Oleksandr Markushyn, prohibió a los reporteros acceder a la ciudad pero antes de que entrara en vigor la restricción, la AFP pudo hablar con algunos civiles que no estaban dispuestos a irse.
“Este muerde”
Es el caso de Iryna Morozova, que levanta asustada las manos en señal de rendición cuando los periodistas de la AFP se acercan, como si la estuvieran apuntando con una pistola.
Su casa está muy dañada, y la de al lado quedó prácticamente destruida, aparentemente por el impacto de un misil.
Pero esta mujer de 54 años dice que no puede marcharse porque sino ¿quién alimentará a sus perros?
Tiene las llaves de la casa de un vecino donde ahora viven encerrados tres cachorros, un Golden Retriever y un pastor alemán.
“Éste muerde, lo encerramos en la jaula. Cuando lo encontramos estaba asustado y temblaba”, dice. Los demás perros disponen de un jardín y juegan alegremente con los visitantes.
“Duermen en la cocina. Juegan durante el día. ¿Cómo puedes dejarlos?” se pregunta Morozova.
Los pocos vecinos que quedan se ayudan los unos a los otros y llevan comida a los ancianos, pero a Iryna Morozova le preocupan más las mascotas.
“Aquí no queda nada”, dice frente a una casa en ruinas. “Ahora recogemos animales vagabundos y los alimentamos, porque la gente los abandonó y se fue”.
Tras años trabajando como conductora de trenes en Dusambé, la capital de Tayikistán, Vera Tyskanova, de 76 años, se había retirado en lo que hasta hace poco era una calle tranquila de un suburbio agradable.
Pero ahora, desde un ataque aéreo en los primeros días de la guerra, que empezó a finales del mes pasado, vive sin electricidad y se consuela alimentando a los perros callejeros del barrio.
“Hay agua, pero no hay electricidad. Hay una chimenea en la parte de la casa que no está arruinada (...) Estoy sobreviviendo”, dice riendo.
A la vuelta de la esquina su vecino Mykola Karpovych, de 84 años, que fue conductor de un tractor en tierras de cultivo cerca de la entonces amistosa frontera con Bielorrusia, está desconcertado.
“¿Adónde voy a ir? Me duelen las piernas y las manos”, dice a la AFP. “¿Irme? ¿Adónde iría? ¿Ir a Kiev? No iré a ningún sitio. Lo que pasa, pasa. Soy demasiado viejo”.