María Teresa Carballo estaba preocupada. No había tenido noticias de su nuera y de sus dos hijos pequeños desde que partieron una semana atrás hacia la frontera de Estados Unidos acompañados por un coyote.
Ese silencio fue inesperado: Otros 17 miembros de la familia Carballo habían hecho el mismo recorrido entre diciembre y mayo y todos llegaron a salvo a su destino tras pagar US$ 3,000 cada uno a los coyotes.
Este día de octubre fue el primer indicio de que algo había cambiado y de que la buena racha de la familia se había cortado.
“Para los que he mandado estuvo fácil”, dijo Carballo, una salvadoreña de 59 años. Todos se habían entregado a las autoridades estadounidenses, habían pedido asilo y habían quedado en libertad, a la espera de que se procesasen sus solicitudes.
Hacia octubre, las cosas habían cambiado radicalmente.
Todo empezó en mayo, cuando el presidente estadounidense Donald Trump amenazó con imponer altas tarifas a todas las importaciones de México si el gobierno mexicano no contenía el paso de migrantes mayormente centroamericanos por su territorio. México respondió en junio, desplegando miles de soldados de la recién creada Guardia Nacional a lo largo de las principales rutas migratorias del país para hacer que resultase más difícil cruzar la frontera.
Estados Unidos expandió asimismo un programa que hace que quienes piden asilo esperen en México y no en Estados Unidos.
El impacto fue inmediato: Para septiembre, México anunció que la cantidad de migrantes que llegaban a la frontera había bajado a menos de la mitad. Paralelamente, México estaba deteniendo más migrantes: Entre enero y septiembre hubo un aumento del 66% en las detenciones comparado con el mismo período del año pasado.
Fue en este contexto radicalmente diferente que la nuera de Carballo inició su travesía, llena de esperanzas. Sus posibilidades de lograr su cometido, no obstante, habían mermado mucho.
Horas después de ingresar al sur de México el 12 de octubre, ella y sus hijos, de tres y nueve años, estaban bajo custodia de las autoridades mexicanas tras ser bajados de un autobús a la medianoche, luego de que los agentes se dieran cuenta de que el acta de nacimiento mexicano que tenía la mujer era falso.
La muchacha, que no es identificada por razones de seguridad, pasó 11 días detenida antes de ser enviada de vuelta a El Salvador con sus hijos.
Pero no se sentía derrotada.
“Lo vamos a volver a intentar”, afirmó al llegar a su casa.
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Igual que buena parte de la emigración centroamericana de los últimos años, la principal razón que impulsa el éxodo de la familia de Carballo es el miedo.
Su ciudad Santa Ana, de 260,000 habitantes, es el epicentro de una importante zona cafetera no muy lejos de la frontera con Guatemala. Dos pandillas se dividen este territorio.
Carballo vive en un barrio controlado por una de ellas, pero todos los días, a las cinco de la mañana, se presenta en el mercado central, controlado por la otra, para comprar yuca, plátanos y papas. Los fríe en su casa y regresa al mercado para venderlos. Va sola porque la banda rival pondría en la mira a su hijo por vivir en territorio de la otra pandilla.
Tiene buenas razones para estar asustada. Una lluviosa noche del 2010, su nieto de 17 años, Antony, desapareció después de que un amigo lo convenciese de que saliese de su casa para verse con una muchacha interesada en él. El amigo estaba uniéndose a una pandilla y Antony, que vivía en territorio de la pandilla rival, era su prueba de fuego.
El cadáver de Antony fue descubierto dos años después en un pozo ciego. Hasta entonces, Carballo lo había buscado insistentemente y había fastidiado a la policía cuando le decían que se olvidase del tema. Al aparecer el cadáver, sus familiares le dijeron que lo enterrase pronto, calladamente, por temor. Ella se negó.
“No nos escondimos. En todo momento estuvimos dando la cara, lo velamos y lo enterramos cuando nos entregaron el cuerpo”, expresó. El asesino “sabe por qué está preso y entonces cuando salga pueda mandar alguien”.
Fue entonces que empezó el éxodo de la familia. Primero se fue el padre de los dos menores pillados con su madre en octubre, que escapó por poco a varios intentos de secuestro cuando trabajaba repartiendo gas. Otro hijo y dos hermanas de Antony, con sus familias, les siguieron al poco tiempo.
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El hijo, que partió con su mujer y dos hijos pequeños en enero, tuvo algunos problemas cuando la policía federal trató de extorsionarlos en el estado de Tabasco, al sur de México. Pero lograron llegar a Ciudad Juárez, en la frontera con Estados Unidos, sin demasiados inconvenientes.
Un día y medio después de entregarse a la Patrulla Fronteriza fueron colocados en un autobús que se dirigía a Miami con monitores en los pies y una fecha para presentarse a una vista. Encontró trabajo y está ahorrando para contratar un abogado
La nuera de Carballo y sus hijos tuvieron una experiencia muy distinta cuando se pusieron en marcha diez meses después.
El 3 de noviembre la joven mujer cumplió su promesa de volver a intentarlo y al principio pareció que estaban de suerte.
Viajaron de Guatemala a Ciudad Juárez, al otro lado de El Paso, Texas, en dos días y medio. El único tropiezo fue cuando un policía la hizo bajar de una camioneta para inspeccionar sus papeles. Le mostró un acta de nacimiento mexicana falsa --otra, no la misma de la primera vez-- y esta vez funcionó.
Pasaron la noche en Ciudad Juárez, tras lo cual fueron dejados en una carretera que corre paralela a la frontera. El coyote les dijo que cruzasen un desagüe de cemento y esperasen que llegaran los agentes de la Patrulla Fronteriza. Cuando caminaban junto al cerco fronterizo esa noche, se aparecieron agentes de Estados Unidos.
El coyote le informó a Carballo que su nuera se había entregado a las autoridades estadounidenses, pero luego siguieron días agonizantes si noticias de ella. Lo único que podía hacer era rezar para que la dejasen en libertad, como al resto de la familia.
En la unidad de la Patrulla Fronteriza de El Paso, las cosas no le iban bien a la nuera.
Pasó 12 días con sus hijos en una fría celda. En el quinto o sexto día fue entrevistada por teléfono durante varias horas por un funcionario que le preguntó sobre los peligros que enfrentaba en El Salvador, el primer obstáculo en el camino hacia el asilo. Ella dijo que le explicó que lo que la llevó a buscar asilo fue el temor por sus hijos. No mencionó que se iba a reunir con su marido por temor a meterlo en problemas.
Varios días después le llegó la respuesta: “Me dijeron que no aplicaba, que no aplicaba asilo”.
Pidió un abogado y pasó varios días tratando de conseguir uno. Cuando finalmente pudo hablar con su madre, que vivía en Nueva York desde hacía 20 años, para pedirle ayuda ella y sus hijos fueron trasladados a un hotel y se les dijo que estaban siendo deportados.
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De regreso en Santa Ana, se preguntaba por qué las cosas fueron tan distintas con ella.
La acongojaba la idea de que tal vez le hubiera ido mejor por otro cruce. Recordó que un agente de la Patrulla Fronteriza le había dicho que las cosas habían cambiado durante el verano y que ya no permitían el ingreso de los salvadoreños.
Fue por entonces que el gobierno de Trump selló varios acuerdos con El Salvador, Guatemala y Honduras para frenar la llegada de migrantes a Estados Unidos. Ella nunca se había enterado de eso. Bajo esos acuerdos, los inmigrantes que atravesaban otros países para llegar a Estados Unidos no podrían pedir asilo en Estados Unidos.
Desde que volvió a su ciudad la salvadoreña no se siente a salvo. Dice que al vivir en un territorio de una pandilla se siente insegura y no se puede desplazar libremente.
Cuando se le preguntó si lo intentaría por tercera vez, respondió: “Ya no”.
“Es difícil estar viajando tanto, es muy lejos, los niños son pequeños”, declaró. “No fue una experiencia bonita estar encerrada tanto tiempo”.
Ella y su marido desistieron de tratar de reunir a la familia.
Su esposo “no quiere que lo seguimos intentando tampoco”, manifestó. “Le da miedo también”.