En los dos meses de guerra, las cocinas del chef José Andrés han pasado de elaborar unas pocas miles de raciones al día a alcanzar una capacidad de producción de 300,000: su comida, sabrosa y digna, llega a los refugios, a las fronteras y a las calles de un centenar de pueblos y ciudades del país.
En la titánica tarea participan unas 6,000 personas, muchas de ellas trabajadoras de las entidades colaboradoras del World Central Kitchen (WCK). Allá donde va, la organización fundada por el chef se expande mediante acuerdos con restaurantes locales.
Esa estrategia es la que permite tener una gran capacidad de reparto en zonas de difícil acceso, como Járkov, donde sus colaboradores sufrieron días atrás el ataque de un misil ruso.
Ha repartido ya millones de raciones de comida, pero el chef sigue pensando en dispensar más y más, porque, dice, las necesidades del país van cambiando y hay que atenderlas.
Asegura que tiene la estrategia preparada para entrar -si en algún momento se puede- en Mariúpol, la joya del mar de Azóv bombardeada con ansia por los rusos y pendiente de evacuación.
“Tarde o temprano estas personas tendrán que salir o habrá que ir por ellas. En esta vida lo que no planeas no sucede. Si fuimos los primeros en llegar a Bucha fue porque estábamos preparados para entrar allí”, explica el chef José Andrés sobre sus planes de atender a quienes permanecen bajo el asedio.
José Andrés atiende a EFE por teléfono mientras viaja en el tren de Zaporiya a Leópolis. Estos dos meses los ha pasado entrando y saliendo del país, y ahora que el proyecto va ya sobre ruedas, su organización se centra en incorporar cada vez a más personas locales a la preparación y el reparto de la ayuda humanitaria.
Del restaurante al refugio
Yulia Stefanyuk gestionaba en tiempos de paz una cadena de una veintena de restaurantes en Leópolis, en el oeste del país, una ciudad por la que pasan a diario miles de refugiados en dirección a la frontera con Polonia. Ahora también atiende a los que vienen de vuelta a Ucrania.
Con el estallido de la guerra, Yulia tuvo que cerrar los restaurantes pero tenía las cámaras llenas de comida perecedera, así que se puso a cocinarla y distribuirla. Ese fue el inicio de la colaboración con WCK.
“Les dijimos que podríamos producir 1,000 raciones diarias, pero José Andrés vino a nuestra cocina y nos dijo que teníamos que hacer más. Ahora alcanzamos las 30,000″, relata.
Ahora mismo hay unas 500 personas trabajando con Yulia, muchas de ellas antiguos trabajadores y otros nuevos, que se han incorporado para producir y repartir todos los días la comida en Leópolis y también en otros puntos del país.
“Somos ahora más de los que trabajábamos en tiempos de paz, y eso que la mayoría de nuestros restaurantes están cerrados”, explica.
Stefanyuk guía a EFE por distintas instalaciones vinculadas a World Central Kitchen en la ciudad. La cocina principal está ubicada en un ‘hub’ con una enorme explanada donde antes se bebía cerveza y sonaba la música en directo.
De las decenas de personas que trabajan con Yulia, 20 son desplazadas. “Llegaron a Leópolis desde el sur y el este del país. La mayoría nos pidieron trabajo en los refugios en los que fuimos a repartirles comida”, explica.
La distribución alcanza albergues como el ubicado en las instalaciones de la universidad de Leópolis. En un antiguo campo de fulbito viven las familias, separadas por cubículos de tela. Aloja a unas 800 personas cuya alimentación depende de WCK.
Con sus ‘track-foods’ instalados por la ciudad dan comida a quien la necesita, y desde Leópolis salen furgonetas con alimentos calientes y fríos hacia distintas ciudades del país. Cuenta el propio José Andrés que ha repartido comida en el tren de trece horas en el que viajaba de vuelta.
La cocina gigante de la frontera
Para entender la filosofía del chef es bueno ver su centro de operaciones para Ucrania. Está ubicado en Przemysl, en Polonia, a una treintena de kilómetros de la frontera, y es una cocina industrial de dimensiones sobrecogedoras que se preparó en tres semanas.
La dirige el español Olivier de Belleroche y en ella colaboran 60 personas, la mayoría voluntarios que vienen de todas las partes del mundo: desde Australia, como Ben, hasta Francia, como Simón, quien dice que se siente satisfecho por trabajar haciendo lo que le gusta para quien lo necesita.
De sus instalaciones salen diariamente entre 10,000 y 15,000 raciones de comida caliente en dirección al interior de Ucrania, además de 7,000 bocadillos diarios, entre 3,000 y 4,000 ensaladas, comidas para bebés, y 10,000 desayunos con su respectiva fruta y bizcocho casero.
Hay un control de calidad sorprendente en tiempos de guerra y Olivier insiste en que WCK huye de la comida de sobre y mal sabor, porque, dice, a cualquiera le anima un poco el día un alimento sabroso. “Los bocadillos tienen cuatro lonchas de jamón y queso, y procuramos que en los puntos de distribución haya unas planchas para quien los quiera comer calientes”, precisa.
Hace dos meses cuando los refugiados empezaron a salir de sus casas nadie pensaba en la comida. “Ayudábamos con lo que podíamos: buscábamos estufas y mantas térmicas, conducíamos a gente en silla de ruedas y tratábamos de dar calor humano a gente aturdida”, explica.
Ahora las cosas han cambiado. En la localización en la que él está atiende a mucha gente de paso, de vuelta a su casa. Olivier, que ha estado en Madagascar, Madrid o La Palma haciendo un trabajo similar al de ahora en Ucrania, sabe que también él tendrá que marcharse, dentro de no mucho, a otra emergencia.
“Nosotros nos iremos a otro sitio, pero aquí va a haber mucho por hacer”, explica. Por eso se empeña en que gente de Polonia y los propios ucranianos tomen el relevo del proyecto que ellos han construido, para que pueda perdurar hasta que por fin no sea necesario.