Carlos A. Anderson
Economista 

Sin duda —para bien o para mal–hay un “Perú de Fujimori”. En una época hubo “un Perú alanista” y —sorprendentemente— por un breve momento de nuestra aciaga historia hasta hubo “un Perú toledista”.

Pero, como en el caso del encarcelado expresidente Ollanta Humala, jamás hemos tenido “un Perú de ‘’”, ni siquiera por el más breve de los momentos. La “sine qua non conditio” para ello se llama “liderazgo”, cualidad que el ahora ciudadano no exhibió jamás, a pesar de que el destino —siempre divertido— le obsequió más de una oportunidad. ¿Es siquiera imaginable la posibilidad de “un Perú de Vizcarra”?

A primera vista, uno tendería a decir que no. El ex gobernador regional aparece apático, conciliador y en gran medida “un seguidor”, desprovisto de los afanes propios de quienes se sienten predestinados a ser protagonistas de la historia. Pero el hombre es —parafraseando al filósofo Ortega y Gasset— él y su circunstancia.

Y las circunstancias del señor son sencillamente extraordinarias. Con un poco de suerte, pero sobre todo con una dosis inmensa de seriedad, dedicación, valentía y amor por el Perú, el presidente Vizcarra puede convertirse en el líder que exige este nuevo intento de transición democrática.

Los retos inmediatos no son pocos: impulsar un dialogo político que conlleve a generar un ambiente de gobernabilidad con total transparencia e independencia de poderes, poner en marcha un programa de lucha frontal contra la corrupción en todos los ámbitos de la vida nacional, pública y privada, impulsar la inversión pública con sentido estratégico con el control previo de la Contraloría, acelerar la así llamada “”, revertir los errores más gruesos en materia de política económica con el fin de volver a una senda de crecimiento rápido y sostenido, impulsar la inversión extranjera directa —tan venida a menos desde los inicios de la administración humalista— y devolverle a los peruanos la confianza en sus instituciones y en sus gobernantes.

Cumpliendo este programa mínimo de corto plazo, el señor no solo asegurará una transición ordenada, pacífica y optimista a un nuevo Gobierno democrático el año del Bicentenario. Habrá escrito también una página, sino gloriosa, por lo menos digna de nuestra historia republicana.

El Perú que recibe a mitad de camino, el nuevo y accidental presidente, no se agota en el corto plazo. Se trata, qué duda cabe, de un país de política convulsa, socialmente confundido y a la espera —en lo económico— del empujoncito que le permita encender los motores.

Pero el Perú que recibe el señor es también el país que espera —desde hace dos décadas— un segundo tiempo de reformas estructurales, de largo alcance, que aseguren que las crisis políticas y el sube y baja económico —hasta ahora recurrentes— sean parte del capítulo “anomalías” en el largo libro de la historia que todavía nos queda por escribir.

¿Cuáles reformas estructurales?
La reforma laboral, que contra viento y marea sigue siendo la reforma del mañana, impulsada adelante por una sucesión de gobiernos timoratos e indolentes frente a la inmensidad del desempleo juvenil y la agobiante informalidad laboral

La reforma de la larga cadena de instituciones encargadas de la determinación y administración de justicia, agobiadas por la corrupción grande y pequeña y aparentemente inmunes a cualquier intento por traer su administración, procesos y recursos humanos del siglo XIX al siglo XXI.

La reforma de la política y de los políticos.

Un largo etcétera que incluye la reforma del sector público, la lucha transversal contra la informalidad, una reforma tributaria digna de dicho nombre, y la puesta en marcha de un programa de largo alcance para cerrar las brechas de infraestructura física, humana y digital.

Pedirle al que, además de los temas del corto plazo, ponga énfasis en los temas estructurales de largo plazo parece demasiado. Pero quien pide al cielo y pide poco está loco. Y, en todo caso, estos son sencillamente tiempos extraordinarios.