Desde que asumió la presidencia en marzo del 2018, Martín Vizcarra ha estado en guerra con el Congreso peruano. Esta semana, el 30 de setiembre, su difícil relación llegó a un punto de inflexión. Vizcarra disolvió el Congreso. El Parlamento devolvió el golpe suspendiéndolo de su cargo y eligiendo a la vicepresidenta, Mercedes Aráoz, en su reemplazo.
Pero esto parecía más un gesto de desafío que un contraataque bien pensado. Aráoz renunció en menos de 36 horas. Perú ahora parece encaminado a celebrar elecciones legislativas en enero. Lo que no está claro es si esta crisis constitucional destrabará el estancamiento político o dañará la democracia peruana.
Los peruanos no pueden evitar recordar la última vez que el Congreso fue cerrado, en 1992, por el presidente Alberto Fujimori. Su “autogolpe de Estado” llevó a más de ocho años de gobierno autoritario y a menudo despiadado. Ahora el exmandatario cumple una condena de 25 años en una cárcel peruana por abusos contra los derechos humanos.
Aunque la disolución del Congreso por parte de Vizcarra es cuestionable desde un enfoque legal, él no ha dado un golpe de Estado. A diferencia de Fujimori, no ha enviado tanques a las calles ni destituido a la Corte Suprema. Si se disuelve el Congreso, lo que parece probable, una “Comisión Permanente” de 27 miembros permanecerá en funciones para vigilar al presidente. La mayoría de los peruanos comparten la opinión de Vizcarra de que el Congreso es corrupto, obstructivo y debió ser disuelto hace tiempo. Casi el 90% de encuestados lo desaprueba.
La confrontación entre poderes es anterior al ascenso de Vizcarra a la presidencia. Comenzó con las elecciones generales del 2016, cuando Pedro Pablo Kuczynski, un exbanquero de inversiones, se convirtió en presidente. Él derrotó por poco a Keiko Fujimori, la hija de Alberto, pero su partido Fuerza Popular (FP) obtuvo mayoría parlamentaria. FP y sus aliados intentaron paralizar el gobierno de Kuczynski.
Las acusaciones de corrupción han marginado a ambos protagonistas. Fujimori está en prisión mientras es investigada bajo sospecha de recibir donaciones de campaña no declaradas de Odebrecht, una empresa de construcción brasileña que sobornó a políticos en toda América Latina. Kuczynski está bajo arresto domiciliario mientras los fiscales investigan si tuvo vínculos bajo la mesa con la firma cuando él era ministro de finanzas. Renunció como presidente ante la amenaza de juicio político. Vizcarra, en ese entonces uno de los dos vicepresidentes y embajador de Perú en Canadá, asumió el cargo.
“Lo que no está claro es si esta crisis constitucional destrabará el estancamiento político o dañará la democracia peruana”.
Su llegada agudizó el conflicto y cambió su naturaleza. Como exgobernador del departamento sureño de Moquegua y orgulloso de sus raíces provinciales, Vizcarra asumió la presidencia decidido a reformar la política y combatir la corrupción que ha desacreditado a la clase gobernante. Sus cuatro predecesores inmediatos han sido acusados de tratos corruptos con Odebrecht.
Lo que no cambió fue la determinación del Congreso de boicotear al presidente. Vizcarra utilizó medidas drásticas para impulsar sus políticas. El año pasado celebró un referéndum sobre un paquete de medidas anticorrupción, que el Congreso promulgó a regañadientes. Desde entonces, el Congreso ha bloqueado o diluido las propuestas para mejorar la calidad del sistema de partidos del país.
De la veintena de partidos peruanos, muchos existen solo para vender su influencia. Las propuestas incluyen una reforma del financiamiento de campaña y el requisito de que los partidos celebren elecciones primarias. En mayo, el Congreso impidió la creación de un órgano independiente que pudiera despojar a los congresistas de su inmunidad frente a procesos judiciales.
Las hostilidades llegaron a un punto crítico el mes pasado cuando el Congreso intentó nombrar seis jueces para el Tribunal Constitucional de una lista elaborada de forma apresurada, para reemplazar a un grupo cuyos mandatos habían expirado en junio. Vizcarra buscó evitar su nombramiento buscando un voto de confianza para su gobierno. Un voto negativo le habría permitido disolver el Congreso. Los legisladores no mordieron el anzuelo. Entonces, cuando votaron para nombrar al primer juez, Vizcarra lo tomó como una negación de confianza en el gobierno y disolvió el Congreso.
Muchos abogados constitucionalistas se preguntan si tenía derecho a usar ese pretexto. Pero probablemente se saldrá con la suya. Los jefes de las Fuerzas Armadas y la Policía lo respaldaron públicamente, al igual que las asociaciones que representan a gobernadores y alcaldes. Su disolución de un Congreso despreciado puede elevar su índice de aprobación de poco menos de 50%. Los preparativos para una elección legislativa en enero ya han comenzado.
Los resultados son impredecibles. El Tribunal Constitucional (con mandato expirado) podría decidir sobre la legalidad de la disolución del Congreso, tal vez después de que se elija uno nuevo. Eso puede causar caos. Es posible que los votantes elijan un Congreso más dócil, dispuesto a respaldar las reformas de Vizcarra. Pero hay pocas razones para creer que un Congreso provisional, que serviría hasta julio del 2021, tendrá un espíritu más público que el actual. Los días oscuros de 1992 no han regresado, pero el futuro luce nublado.