Socio de Macroconsult
El 6 de febrero de 2020, 10 días antes de la declaratoria de la cuarentena, la ministra Ariela Luna comentó que las visitas domiciliarias del Minsa y el Midis habrían contribuido en la reducción de la incidencia de la anemia en los niños de 6 a 36 meses.
La hipótesis no era descabellada. Por un lado, de acuerdo con la Endes de 2019, la anemia registró una tasa de 40% frente al casi 44% que registró en los cuatro años anteriores. Por otro lado, en 2018 se formuló el Plan Multisectorial de Lucha Contra la Anemia que parte de sus intervenciones estratégicas descansaba en las visitas domiciliarias, siendo los encargados de implementarlas el Midis (a través del programa Cuna Más) y el Minsa (a través del programa de incentivos municipales).
Es difícil creer que todo el cambio sea atribuible a las visitas, pero asociar ambos hechos parece razonable. El BID en su publicación de 2013 “Análisis de modalidades de acompañamiento familiar en programas de apoyo a poblaciones vulnerables o en situación de pobreza” ya había destacado la importancia de este tipo de intervenciones con el cierre de brechas no monetarias. En 2016 esta misma institución evaluó el servicio de acompañamiento a familias del programa peruano Cuna Más, encontrando resultados favorables en el desarrollo cognitivo de los niños beneficiarios.
En el caso de la anemia, la evidencia aún no es concluyente, pero sí prometedora. Así lo mostró Pablo Lavado, en un reciente webinar de la Universidad del Pacífico, al presentar los resultados preliminares en su investigación “El efecto de las visitas domiciliarias para combatir la anemia”, desarrollada en alianza con el PMA.
Lo que ocurre es que la idea conceptual de este tipo de intervenciones es simple e intuitiva: el acompañamiento cercano y continuo que permite una visita domiciliaria logra incidir de manera efectiva en el cambio de comportamiento de los beneficiarios, promoviendo actitudes en favor del cuidado del hogar de modo general y de los niños de manera particular.
No obstante, también es un modelo de intervención que entra en dificultades operativas en un contexto de distanciamiento social y que hace crisis en ciertos aspectos críticos de desempeño (confianza y empatía) en un contexto de implementación remota, incluso si se logra superar la brecha de conectividad que caracteriza a las poblaciones vulnerables. Por ello, no es de extrañar las dificultades del Programa Cuna Más para brindar sus servicios de acompañamiento mientras duran las restricciones de movilidad y del Minsa para llevar adelante sus visitas en el marco del programa incentivos.
Estos casos son emblemáticos y ejemplifican problemas similares que podrían estar ocurriendo en otros programas sociales, sobre todo los que requieren de mucho personal para llevar adelante sus servicios, que parten del principio de estar cerca del beneficiario y están caracterizados por enfrentar desafíos logísticos al atender zonas alejadas y pobres. Por ello, dada una nueva normalidad que posiblemente se sostenga algunos meses más, la discusión sobre este tipo de intervenciones en países en desarrollo deberá migrar desde la necesidad de expandir su cobertura (lo cual ya era una dificultad) hacia asegurar más bien un nivel de operatividad mínimo de manera transitoria. Esta discusión, en el caso peruano y tomando en cuenta sus brechas preexistentes, no puede postergarse por mucho tiempo.
El Estado debe ser consciente de los riesgos de largo plazo que corre una sociedad cuando sus grupos más vulnerables no cuentan con las condiciones para superar sus condiciones de vulnerabilidad que, como es el caso de la anemia, van más allá de lo estrictamente monetario.