Cuando se revisa los acontecimientos científicos del año pasado, parece que los avances más significativos se lograron en áreas como la edición genética y la computación cuántica. Se trata de investigación atractiva que parece prometedora a futuro. No obstante, deberíamos recordar que algunos de los descubrimientos científicos más importantes pasan casi desapercibidos, en campos aparentemente aburridos como la ciencia de materiales o la química.
De hecho, casi la totalidad de los 5,000 millones de teléfonos móviles actuales utilizan baterías compactas de iones de litio, las cuales no existían antes de 1991. Sin esta tecnología —basada en sutiles avances de química— un teléfono inteligente ligero se sentiría como un ladrillo, y la revolución de las comunicaciones móviles no habría ocurrido. Los científicos detrás de esta revolución de las baterías recibieron este año el Premio Nobel de química, y su investigación es una muestra de lo complicado que es almacenar energía química de una manera segura y confiable en pedazos compactos de materia.
En la actualidad, la mayoría de los carros y los camiones aún utiliza baterías de plomo-ácido, una tecnología inventada originalmente en 1860. Sin embargo, durante décadas los científicos han sospechado que el elemento litio podría ser el camino a baterías más pequeñas y ligeras que almacenen más energía. El litio es el metal más ligero y tiene una fuerte tendencia a ceder electrones a otros materiales, una propiedad útil para la generación de voltaje.
La clave para que el litio funcione reside en otros materiales, los cuales organizan sus átomos en hojas paralelas con espacios intermedios. En la década de 1970, mientras trabajaba para Exxon Corp., el químico Michael Stanley Whittingham descubrió que un material de ese tipo —el disulfuro de titanio, o TiS2— podría almacenar iones de litio temporalmente en los espacios entre las hojas paralelas de átomos de titanio y azufre. Con este material en uno de los electrodos de una batería, se podía poner adentro una carga eléctrica y luego sacarla, un proceso reversible por el que las baterías pueden recargarse.
Infortunadamente, la batería de TiS2 también era susceptible a los cortos circuitos y los incendios, y Exxon abandonó rápidamente esta línea de investigación. En 1980, otro químico, John Goodenough, de la Universidad de Oxford, descubrió que otro material —el óxido de cobalto, o CoO2— era aún más útil. Al igual que el TiS2, el CoO2 toma iones de litio y los almacena entre las hojas de cobalto u oxígeno. Usando este material para el cátodo de una batería, el equipo de Goodenough pudo generar un voltaje mucho más alto que el de la batería de TiS2. También podía almacenar mucha energía, lo que permite un mayor tiempo entre recargas.
No obstante, estás baterías seguían siendo muy peligrosas para el uso comercial. El asunto de la seguridad solo se solucionó en la década de 1990, cuando el químico japonés Akira Yoshino, quien trabajaba en Asahi Kasei Corp., encontró una manera de utilizar materiales sólidos más estables. Su trabajo demuestra cómo la tecnología puede avanzar de maneras inesperadas.
Yoshino primero intentó usar un polímero conductor recientemente descubierto, y cuando eso no funcionó, optó por crear materiales a partir de las fibras de carbono. Eso tampoco dio resultado. Finalmente, empezó a explorar un producto secundario de la refinación de petróleo conocido como coque de petróleo. Cuando se trata cuidadosamente con calor, este material por capas basado en el carbono resulta tener una estructura inusual que muy accidentalmente protege la capacidad del material de aceptar y ceder iones de litio repetidamente sin dañarse.
Estos descubrimientos dieron como resultado la creación de baterías seguras que almacenan energía útil y son lo suficientemente pequeñas para caber en la mano. Treinta años después, los científicos se enfrentan a desafíos similares para tratar de crear una nueva generación de baterías aun mejores que puedan almacenar la energía suficiente para impulsar los vehículos eléctricos. La investigación va a toda marcha, en busca de propiedades nuevas y sorprendentes en materiales aún más exóticos.
¿Quién dice que la química es aburrida?
Por Mark Buchanan