Tránsito y permanencia, miseria y oportunidad, xenofobia y solidaridad. Todos esos elementos coexisten como una expresión agridulce del perenne éxodo venezolano hacia el sur en la región peruana de Tumbes, fronteriza con Ecuador, que es lugar de paso y hogar de miles de migrantes que prueban su suerte en el país andino.
En el atrio de una casona antigua, que amenaza con caer a pedazos, el venezolano Michel Díaz se prepara para pasar otra noche a la intemperie con su esposa y sus tres hijas mientras intenta sortear el desdén de los pocos transeúntes nocturnos y vender caramelos en la Plaza de Armas de Tumbes.
Hace dos días que este maestro de obra de 38 años y su familia pisaron por primera vez Perú tras un periplo de más de 90 días y 3,300 kilómetros, una distancia similar a la que separa Barcelona y Moscú, y que, asegura, “no desea a nadie”.
Salieron de Venezuela con una mochila, donde a duras penas cabían ocho mudas de ropa, algo de dinero y comida.
“Pero ya llegando a Colombia, todo se me acabó”, relata el hombre, ataviado con unas chanclas que le alivian el dolor de pies.
Inicialmente se dirigía a Ecuador, pero, según cuenta, “los maltratos físicos, verbales y psicológicos” de la policía fueron tales, que decidieron seguir hacia Perú.
Perú es, tras Colombia, la segunda nación del mundo con más venezolanos (1.3 millones).
A Perú, Michel y su familia llegaron por senderos clandestinos que usan las mafias que cobran cupos a contrabandistas y pequeños narcotraficantes, así como a personas indocumentadas que ingresan o salen de Perú burlando los controles fronterizos.
Estos puentes ilegales son, con creces, las estrategias más comunes para pasar la frontera de manera irregular y, así, es prácticamente imposible conocer la cantidad de personas que sigue cruzando a diario esta frontera, aunque las agencias internacionales estiman que la cifra oscilaría entre 300 y 1,500.
Este flujo, menor al del 2019, es patente incluso unos kilómetros más al sur del punto limítrofe. En la carretera Panamericana, el principal eje vertebrador de la región, un tímido río de caminantes recorre el arcén de la vía, desafiando las altas temperaturas y el casi nulo cumplimiento de las leyes de tráfico.
Lugar de paso y hogar
Si bien plazas, puentes y carreteras de Tumbes atestiguan ese continuo tránsito de migrantes, la región también se jacta de ser el segundo destino peruano de las personas que ingresan al país por la frontera norte, después de Lima, la primera ciudad del mundo fuera de Venezuela con mayor cantidad de venezolanos (1.1 millones).
En la actualidad, el gobierno regional estima que Tumbes alberga entre 12,000 y 13,000 personas de Venezuela, lo que representa alrededor del 4% de su población.
Uno de los sectores tumbesinos donde más se ha asentado la población migrante es Puerto Pizarro, donde han construido una suerte de gueto conocido popularmente como Calle Venezuela.
La lideresa Escarlet Johana Añes fue una de las primeras en invadir esta calle cuando solo eran terrenos vacíos. Hoy, luce repleta de precarias construcciones de madera, lonas de plástico y calamina, donde viven alrededor de cien familias venezolanas.
Añes dedica la mayor parte de su tiempo a ejercer de puente entre los vecinos y las ONG que están en la zona para ofrecer una mejor acogida a sus compatriotas.
Reclama cupos para que menores migrantes puedan matricularse en colegios, recauda fondos para quienes requieren hospitalización o remedios y dona paneras de fruta y leche a niños de familias venezolanas que viven en el campo.
Explotados por unos soles
La mayoría de vecinos de la Calle Venezuela se dedica a la pesca o al turismo en el puerto pesquero de Puerto Pizarro donde, alrededor de las 5:00 de la tarde, una decena de jóvenes, la mayoría migrantes, cargan cajas de pescado y hielo por S/ 1 por viaje (US$ 0.27).
Eliot García se dedicó durante un tiempo a esa labor: “Cuando llegué aquí nuevo, yo cargaba cajas y me pagaban, de las 5:00 de la madrugada a las 4:00 de la tarde, 25 soles (unos US$ 6.75) como me daba cuenta de este abuso decidí salir”.
A pocos metros, Nelly Rebolledo prepara rodajas de plátanos fritos tradicionales de la zona. En una jornada de más de 12 horas, la mujer, de 48 años, pela unos 17 plátanos por apenas S/ 15 (unos US$ 4).
El gobierno regional asegura que trabajan con la cooperación internacional y a contracorriente de la falta de presupuesto para forjar una “convivencia social pacífica” en Tumbes, promoviendo proyectos de inmersión laboral para la población migrante y facilitando las convalidaciones de los títulos profesionales.
Los desafíos, sin embargo, siguen siendo muchos en materia de inclusión en esa región fronteriza, donde sigue muy presente la crisis de Venezuela.