Si la historia es “una carrera entre la educación y la catástrofe”, como en una ocasión aseveró el escritor inglés H.G. Wells, la primera parecía estar ganando. En 1950, solo alrededor de la mitad de adultos en todo el mundo tenía alguna instrucción; ahora, al menos el 85% la posee. Entre el 2000 y el 2018, la proporción de niños en edad escolar que no asistían a clases se redujo de 26% a 17%.
Pero ese rápido avance escondía una amarga verdad: muchos alumnos pasaban años en sus pupitres pero no aprendían casi nada. El 2019, el Banco Mundial (BM) comenzó a contabilizar el número de niños que no pueden leer al terminar la primaria. Halló que menos de la mitad de estudiantes de diez años de edad en países en desarrollo –que albergan al 90% de los niños del mundo– podían leer y entender un texto sencillo.
Entonces llegó la pandemia y cientos de millones de escolares fueron encerrados en sus casas. Al inicio, cuando no se sabía si los niños eran vulnerables al covid-19 o si era probable que propagasen el virus en personas mayores, los cierres de colegios fueron una prudente precaución. Sin embargo, en muchos lugares continuaron cerrados mucho después de que resultó evidente que los riesgos de reabrir las aulas eran relativamente pequeños.
Durante los primeros dos años de la pandemia, más del 80% de días lectivos en América Latina y el Sur de Asia fue alterado por cierres de algún tipo. Incluso hoy, colegios en algunos países como Filipinas permanecen cerrados para la mayoría de alumnos, lo cual está exponiendo sus mentes a la atrofia.
A nivel global, el daño que el cierre de colegios ha infligido a los niños ha superado enormemente cualquier beneficio que podría haber habido para la salud pública. El BM indica que el porcentaje de escolares de diez años en países de ingresos medios y bajos que no pueden leer ni entender textos sencillos ha subido de 57% el 2019 a aproximadamente 70%. Si carecen de tales aptitudes elementales, tendrán dificultades para ganarse la vida adecuadamente.
El organismo estima que dejarán de percibir US$ 21 billones a lo largo de sus vidas, monto equivalente a alrededor del 20% del PBI global. Esto debe ser visto como lo que es: una emergencia global. Casi todos los problemas que la humanidad enfrenta pueden ser aliviados por una buena educación escolar.
Las personas con mejor instrucción tienen mayor probabilidad de idear fuentes de energía más limpias, una cura para la malaria o una planificación urbana más inteligente. Los trabajadores que pueden leer y manejar números son más productivos. Las poblaciones aficionadas a la lectura se adaptarán con mayor facilidad al cambio climático, tendrán menos vástagos y los educarán mejor. Si no se revierte el daño causado por la pandemia a la educación, será más difícil alcanzar estas metas.
Los políticos hablan sin parar sobre la importancia de la escolaridad, pero las palabras no cuestan; un sistema educativo adecuado para cumplir objetivos, sí. El gasto en educación aumentó modestamente en décadas recientes, pero se redujo en muchos países durante la pandemia. Es escandaloso que muchos gobiernos gasten más en estudiantes ricos que en los que son pobres.
Además, muy poco de la ayuda para el desarrollo se dirige a educación, y algo de ella sirve a intereses propios. Un porcentaje va a universidades de los países donantes, a fin de financiar becas para los relativamente acomodados en países pobres. Tales esquemas son bienvenidos, pero es más beneficioso ayudar financieramente a colegios primarios.
Muchos de los cambios más cruciales no son cuestión de dinero. Los exámenes son un caos, lo que conduce a los gobiernos a sobrestimar niveles de lectura y escritura. Se ha contratado nuevos profesores que no han sido capacitados apropiadamente. A menudo, se reducen las lecciones de lectura y matemáticas para darle espacio a temas que están de moda, desde las certezas morales de los izquierdistas occidentales a los pensamientos de Xi Jinping.
Los profesores, que han pasado por los mismos sistemas educativos que se supone están mejorando, suelen tener dificultades para enseñar. Les sería de utilidad contar con planes de clases precisos y con la libertad para pausar y ayudar a los rezagados. Los políticos tienen que dejar de complacer a los sindicatos, muchos de los cuales buscan que los colegios sean manejados para la comodidad de adultos inamovibles y no para beneficio de los estudiantes.
El 25% de países no tiene planes para ayudar a sus niños a recuperar el aprendizaje perdido en la pandemia, según un sondeo de Unicef de este año. Otro 25% tiene estrategias para ponerse al día inadecuadas. La misma energía que solía derramarse para construir colegios y llenar aulas debiera ser usada hoy para mejorar las clases que tienen lugar dentro de esas instalaciones.
Está en juego el futuro, no solo de la generación marcada por la pandemia, sino de todos los que vendrán después. Ya no debería haber más niños que pasen sus días de colegio sin aprender a leer o sumar.
Traducido para Gestión por: Antonio Yonz Martínez
© The Economist Newspaper Ltd, London, 2022