El desencanto con los sistemas políticos que recorre América Latina tiene múltiples causas. Está el narcotráfico y el consiguiente resurgimiento de la violencia. Está la desigualdad arraigada, minimizada por las élites como un subproducto desafortunado pero tolerable de la globalización. Y también hay una empresa constructora brasileña: Odebrecht.
Entre 2001 y 2016, el contratista pagó más de US$ 700 millones en sobornos para obtener contratos públicos (y a menudo renegociarlos a precios más altos) en diez países de América Latina. Unos 600 políticos y funcionarios públicos se vieron implicados, entre ellos cuatro expresidentes de Perú, dos de Panamá y el expresidente mexicano Enrique Peña Nieto. Y el escándalo acabó con el actual presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, que pasó 19 meses en prisión por recibir sobornos de una constructora rival hasta que sus condenas fueron anuladas por motivos procesales.
Fue “el mayor caso de soborno extranjero de la historia”, según el Departamento de Justicia estadounidense. Deltan Dallagnol, el fiscal jefe del equipo que llevó la investigación en Brasil, afirmó: “Hace que el escándalo Watergate parezca un par de niños jugando en una caja de arena”. Reforzó uno de los principios más arraigados entre los defensores del buen gobierno en instituciones multilaterales como el Banco Mundial y la OCDE: que la corrupción es uno de los obstáculos más desalentadores para sacar a los países pobres de la pobreza.
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La corrupción no solo afecta a los países con infraestructuras más deficientes y caras, sino que frena la inversión productiva y protege a los monopolios ineficientes, limitando la competencia y el crecimiento de la productividad. Desde Brasilia hasta Ciudad de México, el caso Odebrecht debilitó la democracia.
Por eso resulta irónico que, al otro lado del Pacífico, en China, parezca estar imponiéndose una concepción diferente de la corrupción. El Gobierno de Pekín, que lleva una década librando una guerra contra la corrupción, parece estar replanteándose su estrategia.
“Miraban las cifras de crecimiento y estaban aterrorizados”, señala Chang-Tai Hsieh, economista de la Booth School of Business de la Universidad de Chicago. “Junto con la decisión de abandonar el ‘covid cero’, dijeron que toda esta represión se había acabado”.
El temor de Pekín coincide con los resultados de investigaciones, según las cuales, si bien la corrupción masiva de China apenas obstaculizó la enorme inversión en infraestructura del país, la campaña anticorrupción iniciada por Xi Jinping redujo la inversión y la innovación y ha tenido un costo para el país en términos de crecimiento. Claro que China pasó de ser el 75º país más corrupto del mundo en 2014 al puesto 115 el año pasado, según las clasificaciones internacionales. Pero quizás el costo fue demasiado alto.
El replanteamiento reabre una cuestión con la que los economistas del desarrollo no han terminado de lidiar. “La opinión de que la corrupción es mala en primer lugar para el desarrollo dista mucho de ser una postura aceptada”, afirma Ray Fisman, economista de la Universidad de Boston. Un mundo corrupto puede ser ilegítimo, ineficiente y difícilmente ideal. No obstante, la corrupción puede ser coherente con un crecimiento económico rápido, e incluso contribuir a él.
El soborno puede engrasar los engranajes burocráticos. Como escribió Nathaniel Leff, de Harvard, en un influyente estudio sobre corrupción y crecimiento en la década de 1960, cuando “los empresarios sabotearon la política de control de precios del Gobierno en Brasil, la producción de alimentos aumentó y la inflación disminuyó ligeramente”.
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La corrupción también permite a las empresas eludir normas ineficaces, como las cuotas de importación. Permite a las empresas comprar seguridad en un país con derechos de propiedad limitados y un Estado de derecho débil. La cuestión no es solo si la corrupción es buena o mala. También hay que preguntarse por su calidad. Y eso se reduce a si puede alinear los incentivos privados de los burócratas con el objetivo social del desarrollo económico.
Como explican Hsieh y sus colegas de las universidades de Tsinghua y Hong Kong en su reciente artículo Special Deals With Chinese Characteristics, la corrupción de China generó crecimiento porque la grasa sirvió al objetivo de fomentar el crecimiento de nuevas empresas.
Un empresario que quiera establecerse en China buscará entre los Gobiernos locales el que le ofrezca el mejor trato, ya sea un terreno barato, una normativa más sencilla o protección frente a la competencia. A cambio, los funcionarios locales obtendrán una participación en el capital de la empresa, enmascarada a través de una serie de empresas ficticias.
De este modo, solo ganan dinero si a la empresa le va bien. “Los líderes políticos que lo hacen solo se benefician si también generan riqueza en primer lugar”, afirma Hsieh.
El modelo chino funcionó bien durante años, hasta la ofensiva anticorrupción de Xi Jinping. Pero se basaba en algunas características únicas, sobre todo el tamaño de China y su gobernanza descentralizada. La necesidad de que los Gobiernos locales compitieran por la inversión actuó como un freno a lo que podían extraer de la empresa privada.
Mientras tanto, las empresas solo recibían un trato especial en su localidad. La mayoría de los taxis de Pekín los fabrica Hyundai, que tiene una empresa conjunta con el Gobierno de la ciudad. En Shanghái, los taxis son en su inmensa mayoría Volkswagen. Pero si los fabricantes de automóviles quieren vender en el resto del país deben competir, lo que los mantiene alerta.
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¿Por qué esto no funciona en América Latina?
Los países no son lo bastante grandes, quizás, para que los acuerdos locales tengan sentido. Los Gobiernos locales no tienen la autonomía necesaria. Y lo que es más importante, en opinión de Hsieh, los burócratas locales carecen de la capacidad necesaria.
Los funcionarios latinoamericanos corruptos pueden cobrar una cantidad para otorgar un permiso, permitir que una empresa sobrefacture al hospital público o garantizar que un contratista brasileño se adjudique un contrato. No pueden crear una empresa conjunta de semiconductores con una compañía privada.
El modelo chino descrito por Hsieh no es único. Durante años, la clave para hacer negocios en Indonesia era ofrecer una participación a uno de los hijos del presidente Suharto. El Fondo Monetario Internacional acabó rechazando este tipo de trato a cambio de un salvavidas financiero para ayudar a Indonesia a salir de la crisis financiera de 1998. Cuando esta corrupción desapareció, también lo hicieron muchas inversiones.
Hsieh recuerda una conversación con un chino de negocios en Indonesia que acababa de trasladar su dinero a Singapur. “Estoy aterrorizado”, le dijo. “Suharto es tan débil que ni siquiera puede proteger a sus hijos, así que ¿cómo va a protegerme a mí?”. Quizá no tenga nada que ver, pero la economía indonesia creció mucho más en la década hasta 1997 que en los diez años posteriores a salir del agujero.
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No se trata de defender moralmente la corrupción. Está claro que la idea de permitir a los políticos y funcionarios públicos extraer rentas de la economía ofende el sentido del bien y del mal de las personas, socavando la legitimidad del Gobierno.
Otorgar a los funcionarios de los estados del sur de México el poder de hacer tratos corruptos con las empresas no es probablemente la mejor manera de cumplir el objetivo del presidente mexicano de atraer el desarrollo económico al sur. Como señala Hsieh, “no veo cómo se puede argumentar explícitamente que esto debería ser parte de su plan de desarrollo”.
La corrupción puede ser problemática, aunque fomente el crecimiento. Como en China, donde Xi evidentemente vio que un grupo de políticos y funcionarios locales que participaban en negocios paralelos con empresas privadas estaba erosionando su lealtad al Partido Comunista y, no por casualidad, permitiendo a algunos de ellos acumular un grado de poder e influencia que podría amenazar su propia posición.
Y, sin embargo, la crítica a la corrupción debe considerar que, incluso después de que el escándalo de Odebrecht hiciera estallar la credibilidad de la clase política latinoamericana, en 2020 el 41% de los latinoamericanos que respondieron a las encuestas de Latinobarómetro estaban de acuerdo en que algo de corrupción es aceptable siempre y cuando se resuelvan los problemas de la nación. O como decía un proverbio de Sichuan que le gustaba mucho a Deng Xiaoping: “No importa que el gato sea blanco o negro; mientras cace ratones es un buen gato”.
Por Eduardo Porter