¿Matar al mensajero del discurso presidencial?
Uno de mis más vivos recuerdos de cuando niño, allá por los primeros años de los años ochenta, tiene que ver con los mensajes a la Nación de 28 de julio.
Mi madre, que había vivido el militarismo de las dos décadas anteriores, mostraba una admiración abierta por Fernando Belaunde. Del bien portado arquitecto de los sesenta quedaba esa capacidad para dar discursos de “tres horas sin usar un papel”, repetía admirada mi vieja.
De ahí, a los afiebrados parlamentos de Alan García, no había mucha diferencia de forma; la figura presidencial comparecía frente al Legislativo, para una larga memoria del año y dar trámite a promesas que, en algunos casos, se tangibilizaban en proyectos de ley que el mismo mandatario dejaba impresos en manos del presidente del Congreso y, en otros, en afiebrados anuncios que terminaban con tanques en las calles.
Simbolismo puro que contrastaba con los discursos de los noventa, donde reinaba el pragmatismo para decir y ejecutar. Las largas sesiones cada vez se iban acortando y, si la memoria no me falla, no he encontrado datos al respecto, uno de los últimos discursos de Fujimori llegó a durar solo 45 minutos. Muestra perfecta de lo que era un país que por entonces buscaba soluciones, a cualquier precio, antes que palabrería.
Si analizamos los contenidos de los discursos de 28 de Julio, desde el punto de vista de la comunicación, estos no serían más que un reflejo de la situación política, social y económica en la que vive el país en un momento determinado, sin importar quién sea el portador del mensaje, su color político o sus cualidades comunicacionales.
¿Qué se podría esperar entonces de un discurso en un país con una grave crisis institucional, donde no existen partidos ni espacios políticos que canalicen un debate serio, y donde el Ejecutivo demuestra en algunos casos capacidad técnica, pero una orfandad política preocupante?
Con un Congreso que no representa a nadie, una mesa legislativa en manos de la oposición y el poco liderazgo y cintura del Ejecutivo para salir del debate menudo, el presidente Humala hizo lo que tenía que hacer en lo que será su último discurso en funciones: enumerar sus logros, reforzándolos con cifras que ya algunos medios como Ojo Público han confirmado o desmentido.
No tenía mucho más bajo la manga. Pero a esta simple solución subyace una lección que atañe a nosotros, comunicadores.
Se repite hasta la saciedad y luego de análisis superficiales, que el problema del gobierno es de “comunicación”; y aunque se debe reconocer que de este Humala a este hay una gran diferencia, lo cierto es que el discurso de este 28 no ha sido más que una muestra de la identidad de un gobierno tecnócrata por naturaleza y carente de operadores con cintura política, que abran el camino para concretar goles que el presidente pueda celebrar públicamente como suyos, sin cuestionamientos de por medio.
Imposible mezquinar el avance en temas claves como educación o inclusión social. Sin embargo, no basta con tener un discurso bien adornado; si no existe una realidad que pueda ser contrastada de manera positiva con las palabras, poco importarán las cualidades oratorias o las frases efectistas.
Es por ello que las cifras y “logros” en temas como seguridad ciudadana suenan vacíos frente al aumento de la delincuencia o el sicariato; de igual manera las frases dedicadas a la lucha contra la corrupción palidecen frente a la cercanía, aún no probada pero sospechosa, de Palacio de Gobierno con Martín Belaunde Lossio u Oscar López Meneses.
En pocas palabras, y una vez más, la imagen que proyectamos (nuestro “decir”) no es más que una síntesis de nuestra identidad (nuestro “ser”) y la consecuencia de nuestras acciones (cultura).
Finalmente, las ausencias también hablan. Esquivar temas como el futuro de proyectos mineros como Tía María o Conga solo refuerza la percepción de que el gobierno no sabe, y en el fondo nunca supo, cómo desprenderse de esa promesa de campaña que decía agua sí, oro no.
Extrapole esto a una organización y encontrará el por qué muchas veces nuestros procesos de comunicación, ya sea internos o externos fracasan. En la mayoría de los casos no es por la estrategia comunicacional en sí – podemos tener a los mejores asesores y creativos y haber diseñado excelentes campañas dignas de ganar premios – , sino por problemas estructurales en la manera cómo hacemos las cosas en el día a día.
Lo cierto es que desde hace casi dos décadas los discursos del 28 de julio son poco más de lo mismo; un autobombo sin sustento real que termina por desgastar la figura presidencial y suenan más a promesa de campaña que a proyectos reales de gobierno un gobierno con 365 días por delante.
Y, lo que es peor, todo apunta a que los próximos años será más de lo mismo.