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Por C. de la Hoya

Es difícil definir el exitoso proyecto que conduce Marco Antino. Ubicado en una sobria calle sanisidrina y con un frontis más discreto aún, a puerta cerrada, pudiera uno pensar que se trata de un lugar orientado a albergar encuentros cercanos/lejanos de la molesta luz pública.

Y aunque debe acotarse que tampoco está mal como point caleta para eludir indeseada circunstancia de persecuta conyugal –o de cualquier otro jaez–, lo cierto es que, una vez traspuesto el elusivo umbral, todo lo que hallamos dentro es luz.

Que venga el dueñoY decía que era difícil el tema pues estamos, asimismo, en un ristorante donde el dueño/chef suele acercarse a cada mesa a tomar pedidos y sugerir alternativas, rasgo emblemático más bien de las hosterías italianas, donde todo es hecho como en casa y es el ospite (anfitrión) el que atiende a sus comensales personalmente, quienes, antaño a veces hasta se quedaban a dormir: sin ir muy lejos, en las Memorias de Casanova se describen infinidad de hosterías donde se alojaba en sus días de tocata-y-fuga, cada una con sus propias e intransferibles especialidades y un sinfín de personajes que van a buscar posada y un plato caliente.

No es el caso del Symposium, que tampoco encaja en el cartabón de trattoria, pues su comida no es nada sencilla, ni mucho menos casera. Con un aforo más bien reducido, la atención del chef es un lujo que se agradece y que ya practicaba Antino desde el Mare e Monti de los inicios, su primera incursión en el circuito local, antes de que el cemento se llevara todo prestigio de ese recordado local barranquino.

Pasando de puntillas por el bar, que sin ser incómodo tampoco propone nada nuevo que valga la pena recordar, discutir o siquiera vituperar, nos entregamos con las manos en alto a las propuestas del ospite.

Así es que llegó su celebrada Bufala e prosciutto, piqueo tradicional, sencillísimo, que por supuesto estuvo a la altura de su fama: una mozarella fresca que detonaba su gama de esencias al entrar en combustión con la leve amargura del jamón tratado. En estos pequeños detalles suele estar la maravilla de cocina popular italiana. La Code di gamberi con salsa de capperi (colas de langostino en salsa de alcaparras) que le siguió levantó los decibeles con su festiva reventazón de especias. Espectacular.

Lo consiguiente fue una especialidad de la casa, plato oneroso como pocos, pero que casi-casi justificó curiosidad y precio, Polenta con Tartufo nero pregiato, una especiosa sopa, minúscula pero potente, que moderó emociones y picó el diente, un lujo solo para entendidos.

A todo esto, el blanco recomendado, un Pecorino Colle Civetta Pasetti 2009 (11 euros en Roma, S/. 135 en Lima, desproporción en los precios de caldos italianos habitual en todos los comederos limeños five forks), originario de la región de Abruzzo, con novedoso dulzor en la nasa pero más aplacado en el paladar, luchaba –con escasa suerte– por hacer notar su presencia, más allá de la onda frutada con que saltó el genio de su botella, al ser descorchada.

Secondi piattiLos Ravioli di coniglio fueron otro salto de altura, pienso que por los magníficos hongos que los acompañaban: no por común, previsible, dejaba, este plato, de llevar una indeleble marca de la casa. Pero el Risotto con langosta y champagne que, fuera de carta, se presentó a continuación, sí que rompió todos los esquemas: nuevo ejemplo de plato tradicional enriquecido por la personalidad del oficiante en la cocina.

Los caldos marinos y la pulpa del crustáceo cascarudo, embebidos en el arroz, le dio tanta vida a la mesa que prácticamente se podía oír la melodía del Sapore di sale/sapore di mare/sapore di te, del gran Gino Paoli, mientras las mandíbulas lenta, gozosamente, hacían lo suyo.

Envalentonados por el Montepulciano d'Abruzzo Pasetti 2006, batallador y correctísimo tinto que nos arrimó el chef, procedimos al Ossobuco con polenta del que gran cosa no podría decir, pues comparado con la elegante personalidad de los platos pasados por las armas, se quedaba más bien corto de brillo, pese a la dignidad con que sucumbió su tuétano.

En cambio, las Costolette di agnello patagónico (Costillas de cordero patagónico) convirtieron al desdichado animal en enviado divino que-quita-el-pecado-del-mundo: consistencia, jugos y el punto de romero fresco hicieron de esta carne –el precio del plato cruza campante los tres dígitos– un auténtico bocatto di cardinale mafioso, del que dios ni la patria nos van a librar: un sueño de delicada suculencia, cuyos aromas y sustancias, nos sumieron en una breve molicie.

Para arrancarnos del marasmo nos empujamos un Semifreddo de gianduia, tradición piamontesa también, almendras con chocolate, que no lo hizo nada mal. Conviene consignar que Antino es un genovés casado con peruana, melómano y amigo de las apuestas fuertes, aunque en su cocina no deja nada al azar.

De las usanzas populares de la comida del norte italiano –la Liguria lógicamente, pero también Piamonte, Lombardía y Emilia Romagna– pasa con ostra a la compleja contumacia de lo contemporáneo, sin salirse del canon itálico. Y en esa versatilidad está la gracia de este Symposium, que no por nada encabeza, desde hace algunos años, los rankings limeños de restaurantes especializados en cocina del país de Franco Baresi.