(Bloomberg).- El escándalo en torno al trato brutal que le dio a un cliente pone en evidencia algo con toda claridad: no se trata solo de los viajes en avión, de las políticas de sobreventa, ni siquiera de los derechos del consumidor. Se trata de la naturaleza misma de la dignidad, y eso no está bien reflejado en la sociedad a la que tanto le preocupa.

El algoritmo que decidió sacar al doctor David Dao de un vuelo sobrevendido fue entrenado para encontrar "el cliente de menor valor" para el inconveniente, un pasajero de clase turista, naturalmente, no un viajero de negocios; pero también un pasajero que había pagado menos que otros y que no era miembro del programa de recompensas.

Además, el algoritmo tuvo en cuenta el costo inmediato para la aerolínea de sacar a alguien del vuelo, lo cual implicaba evitar a los viajeros con familia o que necesitaban una noche de alojamiento, para ahorrar tarifas de reembolsos.

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Todo eso tiene sentido. Las empresas construyen algoritmos para proteger sus intereses, que en este caso son ganancias. Eso ilustra cómo, en la era del big data, el cliente ha pasado de ser alguien incognoscible que podía esperar un buen trato estándar a ser una categoría medida y pesada de la comercialización, de la que puede prescindirse con facilidad.

Adiós a dichos pintorescos del tipo de "el cliente siempre tiene razón". Hemos sido separados según nuestra potencialidad de generar ingreso y no podemos esperar más de lo que valemos. Hay innumerables ejemplos de eso en el mundo online.

Por ejemplo, los sitios web de diversas empresas –entre ellas Capital One Financial Corp.– vienen usando datos de las computadoras de la gente para determinar su valor como clientes y decidir qué productos o beneficios en especial se les ofrece.

Algunas empresas incluso ya nos miden cuando llamamos a los números de servicio al cliente. Si uno es un cliente caro, se lo conecta de inmediato con un agente. De lo contrario, puede esperar en línea indefinidamente.

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Es la realidad del consumidor, y no es linda, sobre todo cuando la gente empieza a aceptar ideas como que la privacidad online sea solo para aquellos que quieran y puedan pagarla. Consideremos ahora la respuesta al video del hombre al que se sacaba del avión.

Era más que un mero escándalo. Era el agravio colectivo a millones de consumidores de clase media que pagan sus tarifas y esperan la dignidad humana que conlleva el precio del boleto. El problema está en esa última parte: exigimos que se nos trate con dignidad en función de nuestro dinero, no de nuestra humanidad.

Imaginemos un guion diferente: un banco en un parque público en el que está sentado un joven negro que se niega a dejarlo ante el requerimiento de guardias de seguridad. Llaman a un oficial de policía y este le dice en forma ruda que se vaya, luego lo arranca del banco y lo arrastra del lugar, magullándole la cabeza y haciéndole sangrar la boca en el proceso.

Apostaría a que algo así no desataría la misma indignación en los medios sociales. Se lo hubiera visto como un joven rufián desobedeciendo órdenes directas de figuras de autoridad.

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El contexto del consumidor importa: él no había pagado por ese asiento, e incluso si nadie le explicaba por qué debía irse, no tenía nada más que un derecho humano de estar ahí.

Hemos caído en ese cambio de paradigma en todas y cada una de las conversaciones sobre los derechos de consumidor del doctor Dao, sobre la definición exacta de "abordar el avión" y sobre si tiene argumentos para demandar. El supuesto implícito es que merecemos la dignidad, pero sólo si hemos pagado por ella.

Eso es ser corto de miras. No nos va a servir cuando todos hayamos perdido nuestros empleos ante el ejército de robots que se viene. Hasta que exijamos un tratamiento justo para todo el mundo –no sólo para las personas de clase media con tickets--, estaremos contribuyendo con un sistema que convierte nuestra dignidad en una mercancía.

Por Cathy O'Neil

Esta columna no refleja necesariamente la opinión de la junta editorial ni la de Bloomberg LP y sus dueños.