El virus y su impacto en la nueva normalidad (Foto: iStock)
El virus y su impacto en la nueva normalidad (Foto: iStock)

De bares, terrazas y también colas del hambre

Queralt Castillo, periodista desde Barcelona, España

Queralt Castillo, periodista desde Barcelona, España
Queralt Castillo, periodista desde Barcelona, España

Mirar hacia delante. Con el calor concentrado bajo las mascarillas. Mirar hacia adelante con el calor de un mes de junio que se acerca imparable, como queriendo decir: “No me importan vuestros muertos”.

España despierta después de 80 días de confinamiento estricto. No de un sueño, sino de una pesadilla que se ha llevado por delante 30,000 vidas. Despierta de largas guardias en hospitales en los que nuestros moribundos se han ido solos; despierta de un letargo que ha llevado a la quiebra a centenares de negocios y ha arruinado familias.

El capitalismo era esto: un sistema que destapa las vulnerabilidades y se lleva por delante a los que no forman parte del juego.


El capitalismo era esto: un sistema que al menor impacto se tambalea como una noria en un día ventoso; una cadena de consumismo en el que, sin esos bares a rebosar y con esos locales comerciales cerrados, cae como un castillo de naipes. Humo. Un sistema que destapa las vulnerabilidades y se lleva por delante a los que no forman parte del juego. Ha tenido que venir una pandemia mundial para darnos cuenta de que somos seres interdependientes.

Pasada la emergencia médica, abren las terrazas. A un 50% de capacidad. La España que vuelve a ser España, grita alborotada y sale a abrazar a los suyos, a pesar de que el Gobierno recomiende la distancia social. Así lo llaman, pero la terminología es incorrecta.

Mientras unos piden el primer café, las colas del hambre en los barrios golpeados por la crisis, no solo sanitaria, se suceden. En Aluche (Madrid) o en el Raval (Barcelona) centenares de personas esperan a las puertas de parroquias y organizaciones para recoger alimentos de primera necesidad. Llega el verano y los hospitales se vacían, pero la crisis no ha hecho más que empezar.

Cerca de mi casa hay una “villa miseria”

Rodolfo Chisleanschi, periodista desde Buenos Aires, Argentina

Rodolfo Chisleanschi, periodista desde Buenos Aires, Argentina
Rodolfo Chisleanschi, periodista desde Buenos Aires, Argentina

Cerca de mi casa hay una villa miseria que es, creo, la más gráfica y cruel de las denominaciones que reciben los barrios marginales en el continente. Sus habitantes reciben un mote, “villeros”, y no es un mote menor.

Ser villero en Argentina equivale a cargar eternamente con una mochila muy pesada. Implica ser mirado con desprecio, con sospecha, incluso con temor por la abrumadora mayoría. Significa vivir hacinado, comer salteado y mal, compartir una habitación mínima con toda la familia, muchas veces no tener agua potable, luz o gas; habitualmente, también la negativa de acceso a un puesto de trabajo o a una vacante para estudiar.

En las villas miseria circulan la droga, el alcohol, la violencia… pero nada circula más que el hambre, la desigualdad y la escasez de oportunidades para abandonar una vida que casi nadie elegiría… si pudiera elegir.

Hace un tiempo, en muchas de esas villas también circula el COVID-19. A su larga lista de problemas, el villero suma su miedo.


Desde hace menos de un mes, en muchas de esas villas también circula el COVID-19. A su larga lista de problemas, el villero suma su miedo. Miedo de salir de la villa, y de volver a entrar; de caminar por las callejuelas internas, de toser demasiado fuerte, de tocarse, de amarse. Miedo al contagio, a convertirse en un número más en el reporte diario de los fallecidos.

Cerca de mi casa hay una villa miseria, y muchos de los que gozamos de todo lo que allí carecen, también tenemos miedo. Miedo por ellos, por su salud endeble, por sus vidas que merecerían ser más justas y sus muertes que deberían ser más dignas. Miedo por nosotros.

Curiosa virtud la de un virus, que logra nivelar aquello que la humanidad lleva desequilibrando desde que bajó de los árboles.

Una pandemia en medio de una emergencia humanitaria

Pedro Rengifo, periodista desde Caracas, Venezuela

El 13 de marzo, el Gobierno nacional anunció los primeros casos de COVID-19 en el país y decretó el estado de alarma y cuarentena. Hasta ese momento la sensación común en la mayoría de los grupos de los que soy parte se resumía básicamente en la siguiente frase: “Imagínate si el coronavirus llega a Venezuela, eso sería un desastre”.

El 13 de mayo se ha extendido el estado de alarma por un mes más, pese a que, según las cifras oficiales, Venezuela es uno de los países con menos contagiados respecto al resto del continente.

Los venezolanos estamos acostumbrados a vivir en alarma, en emergencia: Nueve de cada 10 personas en el país no tienen los ingresos suficientes para comprar alimentos. En más de 80% de los hogares falla el suministro de agua, el interior del país vive con intermitencias en el servicio eléctrico y ahora escasea el combustible en todo el territorio nacional.

Los venezolanos estamos acostumbrados a vivir en alarma, en emergencia (...) El virus parece ser solo otro problema más.


Cuando llevas años con este cuadro el virus parece ser solo otro problema más. Quienes han acatado fielmente el confinamiento son aquellos que tienen trabajos estables que pueden hacer desde casa o ahorros para sobrellevar este tiempo. Para una economía que lleva seis años en recesión, en la que la gran mayoría de la población vive del trabajo diario, un tercer mes de cuarentena es insostenible y algunos sectores no esenciales ya se han reactivado, con algunas limitaciones.

Para los venezolanos, y los latinoamericanos en general, como sociedades caracterizadas por una profunda y constante interacción social, esta situación nos genera ansiedad y hastío.

Pero parece que un país que ya ha soportado cosas peores, como el mío y como el de todos nosotros, también aguantará esto.



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