Bloomberg.- La ciudad de Nueva York, donde nací, está rodeada de barrios italianos. Vaya a Staten Island, al Bronx, a Long Island –realmente no importa donde vaya, mientras esté a no más de 80 kilómetros del Empire State Building–. Dentro de ese círculo afortunado, comprobará que siempre está razonablemente cerca de un distrito, o al menos una calle, lleno de pequeñas tiendas y restaurantes al parecer sin pretensiones, pero de fantásticos logros culinarios.

Trágicamente, tales barrios son una bendición de la errática e injusta distribución geográfica.

En el resto del país, la calidad del jamón crudo parece ser directamente proporcional a la cantidad de cajas de teca hechas a mano en exhibición, y también a la elevación de su ritmo cardíaco cuando ve los precios adosados a los productos.

En los distritos italianos, en cambio, cuanto más viejo y desgastado el linóleo, más desnudas las mal estucadas paredes, más desarrapada la apariencia de la tarjeta de control de 1956 adherida a la caja registradora a modo de única decoración, mayores las probabilidades de que descubra el mejor trozo de embutido que haya comido jamás.

A diferencia de algunos enclaves que desarrollan restaurantes y mercados grandiosos a medida que se refinan, los italianos no tienen que buscar buena comida como forma de expresar que han llegado, financiera y socialmente. Los italianos ya están allí. Y por ser un pueblo alegre y amable, están ansiosos de invitar a pasar al resto de nosotros.

Volví a apreciar esto mientras estaba de vacaciones en Italia. Tras años en un desierto de comida en la ciudad de Washington, casi lloré ante la facilidad con que podía conseguir una pizza decente.

No soy la única estadounidense en notar que todo sabe mejor en Italia, y no, eso no es solo porque uno esté de vacaciones y rodeado de encantadores edificios antiguos. (Habrá notado que pocos relatos de vacaciones en Reikiavik o Dublín empiezan con "La comida era asombrosa"). La calidad de los productos en Italia, de hecho, era mucho mejor porque los italianos exigen que sea mejor. Y habiendo obtenido mejores ingredientes, los preparan con el cuidado que sus tesoros merecen.

No está del todo claro por qué tienen los italianos una serie tan sorprendente de platos regionales exquisitos, ni por qué han resistido tan fanáticamente las arrolladoras fuerzas del moderno procesamiento comercial de la comida. Podemos suponer que el Imperio Romano probablemente tuvo algo que ver con ello.

Los imperios facilitan el comercio de alimentos exóticos, y los ricos barones imperiales emplean chefs que dedican considerable ingenio a encontrar los mejores usos posibles para esos ingredientes.

Presumiblemente, el libro de cocina más antiguo del mundo data del Imperio Romano, y es razonable suponer que aún después de que ese imperio colapsó, su influencia culinaria persistió entre la ciudadanía.

(Aunque vale la pena señalar que la cocina italiana como la conocemos hoy evolucionó con la llegada de alimentos del Nuevo Mundo, como los tomates).

Una larga temporada de crecimiento también ayuda. Sin vegetales o hierbas abundantes, hay solo unas pocas variaciones de un "trozo de carne", "pedazo de pescado", "huevo" o "cosas que pueden prepararse con leche". (No es accidental que el extremo norte de Europa tenga poca fama de excelencia culinaria, o que las especialidades locales más atractivas tiendan a ser ya sea quesos o algún tipo de alcohol).

Irónicamente, la tenacidad y abundancia de la cultura culinaria italiana también pueden atribuirse en parte a los intensos conflictos regionales que siguieron a la caída del Imperio Romano, y a la pobreza de la larga declinación de Italia desde la cumbre del Renacimiento.

Como señaló mi colega Tyler Cowen en su maravilloso libro "Un economista va a almorzar: nuevas reglas para los amantes de la comida cotidiana", en lugares que se industrializaron tempranamente, el enlatado comercial masivo y la televisión precedieron a las innovaciones tecnológicas y logísticas que nos facilitaron obtener productos decentes todo el año.

En tales lugares, personas hambrientas y relativamente pobres desarrollaron un gusto, o al menos una tolerancia, por la sosa comida procesada cuyo sabor se mejora con cantidades de azúcar y grasa.

Luego vino la televisión, que favoreció las comidas que pueden ingerirse con una sola mano delante de la pantalla. Y el ingreso de las mujeres al mercado laboral, que favoreció cualquier cosa que pudiera prepararse con rapidez.

Gracias a su relativa pobreza, Italia accedió tarde a estas cosas, y en un momento en que las cadenas globales de oferta de alimentos estaban mejorando. Por lo tanto, los italianos mantuvieron una cultura gastronómica que apreciaba el cuidado y el sabor más que la eficiencia para soportar un accidentado proceso de envío.

Todas estas cosas son probablemente parte de la explicación, pero no pueden abarcarla por completo pues aún nos preguntamos por qué, casi un siglo después de que la gran ola de inmigración italiana terminó, los estadounidenses de ascendencia italiana todavía están notablemente mejor alimentados que, digamos, sus contrapartes de ascendencia irlandesa.

Como les gusta decir a los antropólogos, la cultura es un misterio, difícil de describir, dura de destruir, imposible de crear. Es la suma emergente de millones de decisiones individuales.

En consecuencia, no podemos reproducir la cultura gastronómica italiana; solo podemos tratar de idear cómo podemos permitir que tanta gente como sea posible acceda libremente a su tarea cultural.

Nueva York tiene su buena cuota de cocina italiana. Tal vez algunos habitantes de alguna ciudad o barrio con un carácter ítalo-americano certificable se compadezcan ante climas culturales más desabastecidos. Por cierto, sin una masa crítica, la cultura gastronómica se disipará en un mar de Oreos y guisos desabridos, de modo que necesitamos al menos algunos miles para avanzar masivamente.

(Lo cual me recuerda: ¡si pudiéramos propagar la gastronomía francesa de la misma manera! Pero como Estados Unidos tiene lamentablemente pocos inmigrantes franceses recientes, esto podría requerir alguna clase de programa especial de visas).

Las ciudades podrían incluso atraer empresas relacionadas con la comida italiana con exenciones fiscales y subsidios especiales que les permitan reubicar su linóleo, sus tarjetas de control y sus maltrechas cajas de exhibición a nuevos hogares dentro del Gran Desierto Gastronómico Americano.

Esto podría parecerle a usted algo extremo. ¿Deben miles de nuestros conciudadanos desarraigarse, simplemente para mejorar la cultura gastronómica de otras partes?El solo hecho de formular esta pregunta demuestra cuán complejo es el problema. Si a usted le importara lo suficiente la comida –es decir, tanto como a los italianos–, ya estaría reclutando en Nueva York y sus alrededores.