(Bloomberg).- Los magnates tecnológicos de Silicon Valley están llevando a cabo un enorme experimento con los chicos de Estados Unidos. No deberíamos confiar tanto en que lo hagan bien.

Google, la división de Alphabet Inc., ha asumido un gran papel en la educación pública, ofrece laptops de bajo costo y aplicaciones gratuitas. Mark Zuckerberg de Facebook Inc. está invirtiendo fuertemente en tecnología educativa, en gran parte a través de la Chan Zuckerberg Initiative. Reed Hastings, que encabeza Netflix Inc., viene experimentando con costosas herramientas técnicas algorítmicas para la educación.

Aunque todo esto suene alentador, los tecnólogos tal vez se hayan adelantado demasiado, tanto política como éticamente. Además, no hay muchas evidencias de que lo que están haciendo vaya a funcionar.

Nos guste o no, la educación es política. Las personas ubicadas en lados opuestos del espectro leen libros científicos muy diferentes y parecen no poder ponerse de acuerdo en ciertos principios fundamentales. Es razonable creer que lo que elijamos enseñarles a nuestros hijos variará según nuestras creencias. Eso es reconocer, no defender, los currículos anticientíficos.

Zuckerberg y Bill Gates aprendieron esto a los golpes el año pasado cuando el gobierno de Uganda ordenó el cierre de 60 escuelas –parte de una red que suministraba en África una educación de bajo costo cuyos programas contenían lecciones sumamente estructuradas –en medio de acusaciones de que venían "enseñando pornografía" y "transmitiendo el evangelio de la homosexualidad" en las clases de educación sexual.

Debemos reconocerlo, algo semejante podría fácilmente suceder aquí si las iniciativas tecnológicas se expanden más allá de los temas apolíticos de matemática que hasta ahora han enfocado.

Por otra parte, hay razones legítimas para preocuparse por la posibilidad de dejar que las compañías tecnológicas ejerzan tanta influencia en el salón de clase.

Suelen ofrecer "servicios gratuitos" a cambio de acceso a datos, acuerdo que genera algunas preocupaciones serias relacionadas con la privacidad –en particular si consideramos que puede significar rastrear cada tecla que oprima un chico desde el jardín de infantes en adelante-.

Mi hijo mayor está en tercer año de la escuela media en este momento y le va muy bien. Pero su maduración fue lenta y no aprendió a leer hasta tercer grado. ¿Debe eso ser parte de su historial permanente, datos que futuros algoritmos podrían usar para evaluar su idoneidad para un crédito o un empleo? ¿Y qué pasa con un chico cuyo historial de calificaciones decayó en 10º grado? ¿Deberán los colegas tener acceso a esa información para tomar decisiones de admisión?

Estas no son hipótesis imposibles. Consideremos la suerte del emprendimiento educativo sin fines de lucro InBloom, que trató de reunir e integrar registros de estudiantes en una forma que permitiera crear lecciones a medida.

La empresa cerró hace unos años en medio de preocupaciones por la forma en que la información sensible –incluyendo epítetos que identificaban a alumnos como "lento" o "autista"– se protegería de robos y de ser compartida con proveedores externos.

Google y otros están reuniendo datos similares y usándolos internamente para mejorar su software. Solo después de cierta insistencia aceptó Google cumplir con la ley de privacidad conocida como FERPA, que se flexibilizó a fin de que se pudiera compartir con terceros.

No está claro cómo se usarán los datos en última instancia, cuánto tiempo será rastreada la actual generación de estudiantes o hasta qué punto su futuro dependerá de su actual desempeño.

Nadie sabe realmente qué beneficios podrían tener para la educación la convivencia con estas incertidumbres. ¿Qué tipo de chicos recompensarán las soluciones tecnológicas? ¿Estarán dirigidas a producir futuros ingenieros de Facebook? ¿Cómo atenderán a las necesidades de los chicos que están en la pobreza, que tienen discapacidades o estilos de aprendizaje diferentes?

Que yo sepa, no hay mediciones estándar que nos permitan contestar tales preguntas. Sí sabemos, sin embargo, que las compañías y fundaciones que trabajan en tecnología educativa tienen un gran control sobre la definición del éxito. Eso ya es demasiado poder.

En suma, confiar ciegamente en el sector tecnológico no es una forma de mejorar nuestro sistema educativo. Aunque sin duda tiene buenas intenciones, nosotros deberíamos exigir una mayor rendición de cuentas.

Por Cathy O'Neil

Esta columna no necesariamente refleja la opinión de la junta editorial o de Bloomberg LP y sus dueños