Por Leonid Bershidsky
El domingo pasado, nuestra familia fue a la iglesia. En condiciones normales, no hay ninguna razón para que yo, un judío no practicante, o mi esposa, cristiana ortodoxa rusa no practicante, vayamos a un servicio religioso luterano como al que asistimos en el Berliner Dom. Pero la catedral central de Berlín tiene un órgano excepcional, y Andreas Sieling lo toca con dignidad y sutileza.
Hubiésemos preferido ir a ver a la orquesta filarmónica, pero el Gobierno la cerró como una medida preventiva contra el COVID. Sin embargo, el cierre de iglesias resultó ser una medida excesiva para los gobernantes demócratas cristianos. La canciller, Angela Merkel, pidió en diciembre a sus colegas legisladores que escuchen la ciencia en un discurso ampliamente elogiado. Ella es física, pero también es hija de un clérigo.
Al final del servicio, el predicador se quejó de que la catedral estaba en una situación financiera grave porque ya no se podían realizar conciertos. No creo que haya una explicación científica válida por la cual el arte de Sieling y el canto inspirado del coro, escuchado por varios cientos de personas que usaban tapabocas y mantenían la distancia entre ellas, se permiten como parte de un servicio religioso, pero no cuando el evento no incluye un sermón.
La palabra de Dios no tiene un efecto directo sobre el virus, después de todo: el mismo predicador les recordó a los feligreses que mantuvieran la distancia requerida al salir.
La experiencia me hizo pensar en el enfoque tecnocrático para manejar la pandemia, el enfoque de “escuchar a la ciencia”. ¿Habría más lógica en las políticas si fueran diseñadas por un sistema de inteligencia artificial con acceso a todos los datos disponibles?
¿Tendrían más sentido las reglas de confinamiento si el trabajo de minimizar las muertes se dejara en manos de una máquina y no estuviera guiado por las emociones, el miedo al fracaso, las convicciones políticas y religiosas, la codicia, el ego, en resumen, por todo lo que nos hace humanos diferentes de las máquinas?
La respuesta es que los confinamientos probablemente serían aún más duros. Esto se debe a que los datos desde la primera ola apuntan a la efectividad de limitar el contacto en todas las formas posibles. Y las consideraciones económicas no serían un factor mitigante: aunque la intuición nos dice que cuando la economía se desploma, más personas tienden a morir, los datos no lo confirman.
Escuchar a la ciencia durante una pandemia significa establecer un objetivo de política simple: evitar que muera la mayor cantidad de personas posible.
Un enfoque puramente tecnocrático para este objetivo significaría diseñar un modelo complejo que evalúe los datos disponibles sobre cada medida posible que se ha probado en el mundo desde que comenzó la pandemia hace un año. Las recomendaciones del modelo tendrían que seguirse al pie de la letra sin ninguna discusión. ¿Alguien está en contra de salvar vidas? Si es así, enciérrenlo.
Según los datos, es probable que el modelo decida adoptar las restricciones más estrictas posibles. En noviembre, Nils Haug, Lukas Geyrhofer y Alessandro Londei de la Universidad de Medicina de Viena clasificaron la efectividad de diferentes intervenciones del Gobierno utilizando varios métodos estadísticos.
Descubrieron que lo que funciona mejor son los “toques de queda, cierres y confinamientos y las restricciones en lugares donde las personas se reúnen en mayor o menor número durante un período prolongado de tiempo. Esto incluye la cancelación de pequeñas reuniones (cierres de tiendas, restaurantes, reuniones de 50 personas o menos, trabajo desde el hogar de forma obligatoria, etc.) y el cierre de instituciones educativas”.
Otros estudios también han encontrado que algunas de las medidas más restrictivas son las más efectivas en términos de salvar vidas.
Aunque la mayoría de los políticos buscan que sus políticas para enfrentar el COVID sean un equilibrio entre mantener bajas las tasas de contagio y evitar que las empresas se hundan, no es así como lo habría hecho un modelo basado en datos.
Joan Ballester, del Instituto de Salud Global de Barcelona, escribió en un estudio del 2019 que los países más afectados por la Gran Recesión también vieron las mayores caídas en las tasas de mortalidad. Las depresiones económicas tienden a reducir el agotamiento relacionado con el trabajo y el uso asociado de sustancias nocivas, a reducir las muertes por accidentes de tránsito y laborales, y a disminuir la contaminación ambiental.
Según Ballester (y otra literatura anterior), estos efectos pueden contrarrestar la tendencia opuesta: si bien el desempleo sí aumenta el suicidio y los riesgos de delincuencia, el efecto general de las recientes recesiones importantes en la mortalidad parece ser insignificante.
Por supuesto, un modelo que decreta las restricciones de contacto más duras y que descuenta los efectos de las dificultades económicas, no sería necesariamente correcto. Los datos sobre la eficiencia de los bloqueos estrictos provienen de la primera ola de la pandemia.
En los últimos meses, las restricciones no han sido tan eficientes para reducir las tasas de contagio y la mortalidad como lo fueron en los primeros meses del 2020. Además, el daño económico de la pandemia puede superar el de la crisis financiera del 2008 y los datos disponibles sobre las tendencias de mortalidad pueden no ser directamente aplicables.
En otras palabras, las decisiones tomadas por la máquina estarían sujetas a lo que se conoce como modelo de cambio. Pero ajustar el modelo en línea con el entorno cambiante probablemente no conduciría a reversiones importantes en la política, solo porque las medidas más estrictas parecen funcionar mucho mejor que las más leves, como los programas educativos e incluso el seguimiento de contagio.
Ningún político puede admitir públicamente que salvar el máximo número de vidas no es realmente el único objetivo, y que bajo ciertas condiciones ese objetivo puede incluso quedar en segundo plano frente a otras preocupaciones, no necesariamente económicas.
Los políticos a menudo están en sintonía con el sentir de sus votantes: sienten cuando la mayoría de las personas ya no pueden sentarse obedientemente dentro de sus cuatro paredes, hacerse cargo de la educación de sus hijos, prescindir de la música en vivo, la compañía de un bar, el efecto calmante de un viaje de compras; sienten cuando el altruismo comienza a disminuir, ahogado por restricciones cada vez más insoportables a la libertad.
Incluso los políticos más tecnocráticos solo escucharán la ciencia hasta cierto punto, es decir, hasta que las políticas dictadas por los datos se vuelvan impopulares.
En Alemania, una abrumadora mayoría de personas aún apoya las restricciones y, por lo tanto, tiene sentido gobernar como lo haría el modelo que salva vidas. Pero, aun así, hay pequeñas misericordias como ese servicio de la iglesia. Gracias a Dios por las imperfecciones y las fallas lógicas de la tecnocracia humana.