La historia se repite como una farsa, decía Marx. En 1992, Alberto Fujimori, presidente del Perú en ese entonces, envió tanques para cerrar el Congreso y gobernó como un autócrata durante los siguientes ocho años. Tres décadas después, Pedro Castillo, el incompetente ocupante del cargo desde julio de 2021, intentó hacer lo mismo. El 7 de diciembre anunció que cerraría el Congreso, convocaría uno nuevo con facultades para redactar una nueva Constitución y “reorganizaría” el Poder Judicial y la Fiscalía. El intento se vino abajo en cuestión de horas.
En cambio, el Congreso votó por 101 votos contra seis y diez abstenciones para destituirlo. Luego de una reunión de emergencia del alto mando, la policía decidió arrestarlo por rebelión cuando lo conducían a la embajada de México para pedir asilo. Su vicepresidenta, Dina Boluarte, le ha sucedido ahora.
Castillo, un maestro de escuela rural sin experiencia política previa, fue elegido presidente con un margen de apenas 50,000 votos (de casi 18 millones). A pesar de provenir de la extrema izquierda, ganó contra la hija de Fujimori, Keiko, a quien muchos peruanos aborrecen. Ella trató de anular los resultados electorales con acusaciones infundadas de fraude.
En solo 16 meses en el cargo, Castillo ha demostrado que no es apto para el trabajo. Ha pasado por cinco gabinetes y alrededor de 80 ministros; iban y venían casi semanalmente, muchos de ellos tan poco calificados como el propio presidente. Según la fiscal de la Nación, él y varios miembros de su familia conspiraron corruptamente para adjudicar contratos públicos. Él niega todas las acusaciones y alega persecución política.
La constitución de Perú permite al Congreso acusar a los presidentes por “incapacidad moral permanente”; dos de los predecesores de Castillo fueron expulsados en virtud de esta cláusula. Dos veces el Congreso trató de vacarlo también. Pero actuaron demasiado pronto y carecieron de los 87 votos necesarios de los 130 legisladores. El bloque de izquierda en el Congreso se mantuvo sólido. Otros tenían miedo de perder sus trabajos bien remunerados si al juicio político le seguían nuevas elecciones generales, como les gustaría a muchos peruanos. Una tercera moción, con más apoyo, debía someterse a votación el 7 de diciembre, horas después del desafortunado anuncio de Castillo.
La medida de Castillo fue “una jugada desesperada de un hombre asustado e incompetente”, dice un exministro. A diferencia de Fujimori, Castillo carecía del apoyo del ejército y de las calles. No llegaron tanques para cerrar el Congreso. Ninguna multitud enojada invadió la sede. Incluso sus seguidores lo condenaron. Las fuerzas armadas, algunos de cuyos comandantes fueron a la cárcel después de que terminó el régimen de Fujimori, dijeron en un comunicado conjunto con la policía que no respaldarían al presidente. En cambio, Castillo le dio al Congreso el incentivo que le faltaba para destituirlo si quieren conservar sus trabajos. De manera similar, la izquierda habría sufrido al asociarse con un movimiento tan similar al de Fujimori.
Existe otro precedente de las acciones de Castillo. En el 2019, Martín Vizcarra, entonces presidente, cerró el Congreso cuando parecía negarle una moción de confianza. Eso no fue aconsejable, pero había una diferencia. No buscó manipular el poder judicial y convocó a elecciones inmediatas para un nuevo Congreso.
Boluarte se convierte en la sexta presidenta de Perú desde el 2016. No es muy conocida por el público en general, pero tampoco lo era Vizcarra cuando asumió el cargo. Luego se convirtió en uno de los presidentes más populares de Perú, solo para ser destituido en el 2020. La nueva presidenta es otra izquierdista pero parece ser más competente. Boluarte haría bien en formar un gobierno de base amplia si quiere terminar el resto del mandato de Castillo hasta el 2026. La mayoría de los peruanos se sienten aliviados de que esta vez fracasó el intento de golpe.