(Bloomberg) En las próximas semanas, los colombianos emitirán un voto diferente a cualquier otro en la historia del país. La única opción sobre la papeleta será si el tercer país más poblado de Latinoamérica debe ratificar, o no, el histórico acuerdo de paz que pondría fin al periodo más largo de insurgencia guerrillera en el hemisferio occidental.

Podría parecer una pregunta tonta: Después de un conflicto que se ha prolongado por más de medio siglo, que ha cobrado 220,000 vidas y desplazado a más de 6 millones de personas, ¿qué más queda por decidir? Y sin embargo, que el destino del proceso de paz en Colombia siga siendo una incógnita, es una muestra de la situación por la que está pasando el país más conflictivo en América Latina.

Después de todo, el diálogo entre el gobierno del presidente Juan Manuel Santos y los líderes de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Colombianas (o FARC) se ha prolongado desde noviembre de 2012, ha sufrido múltiples reveses y ha dejado algunos detalles incómodos sin definir.

Un punto de conflicto es que, a pesar de su acuerdo tácito de dejar las armas, las FARC no estarán completamente desarmadas para cuando los colombianos voten en el referéndum, el cual está programado para los primeros días de octubre. El fin de la insurgencia no significa que el tráfico de drogas terminará, ni que se les obligará a los grupos que quedaron fuera del acuerdo a que cesen sus hostilidades, como es el caso de los aproximadamente 2.000 efectivos del Ejército de Liberación Nacional (ELN).

Si bien nadie imaginó que ponerle fin a la guerra más larga del continente Americano sería cosa fácil, es comprensible que los colombianos se pregunten qué sigue y quién pagará el precio. De muchas maneras, el acuerdo de 297 páginas dado a conocer el 24 de agosto en La Habana es solo el inicio de un momento aún más complicado para la nación andina con cerca de 50 millones de pobladores. Los legisladores aún tienen que aprobar el acuerdo que les presentó el jueves el presidente Santos. Del mismo modo, los líderes guerrilleros también tendrán que consultarlo con sus superiores en algún lugar desconocido de la selva colombiana.

Santos insiste tenazmente en que una vez que el acuerdo sea firmado, los colombianos votarán "de manera abrumadora" a favor de la paz. El presidente argumenta, convincentemente, que el final de la guerra fomentará la inversión, trayendo un "dividendo de paz" de más del 1.5%en crecimiento anual. (Por supuesto, a eso hay que descontarle los US$ 16,800 millones que Colombia gastará en reconstruir el país). Esa es una razón por la que dos tercios de los pequeños comercios del país, que generan 67% de los empleos, respaldan el plan de paz.

En agosto, una encuesta de Invamer respaldó esta afirmación, mostrando que dos tercios de los encuestados planean votar a favor del acuerdo. (Otra encuesta mostró que los colombianos estaban divididos). Pero esa no es toda la historia.

Invamer también reportó que pocos colombianos creían que la paz traería riqueza a las áreas rurales (37 por ciento), reduciría la violencia por diferencias ideológicas (22 por ciento), impulsaría a las FARC a compensar a sus víctimas (20 por ciento) o dirigiría a los ex combatientes a luchar contra el tráfico de drogas (17 por ciento).

Hay razones para el escepticismo. Y estas inician con el hecho de que la iniciativa de paz de Santos fue vista por muchos colombianos, no sólo como un apuesta, sino como un acto de sedición política. Después de todo, el predecesor de Santos, Álvaro Uribe, declaró abiertamente la guerra en contra de las FARC, reduciendo drásticamente sus números y su poder – cuando Santos era su ministro de defensa.

Uribe dejó el cargo gozando de alta popularidad, y su protegido, un novato en la política, llegó al poder vestido de héroe. Al dar marcha atrás y abrir un canal de comunicación con las FARC, Santos no solamente desechó el trabajo de Uribe, sino que también convirtió a su ex mentor en un gran rival, pese a que aún cuenta con un respetable grupo de seguidores.

El error de Santos no fue intentar lograr un acuerdo con el enemigo, sino malinterpretar las dudas nacionales en relación a los términos de la paz. Después de medio siglo de sangrienta insurgencia y treguas fallidas, el odio hacia las FARC en Colombia es profundo, y se corre el riesgo de que las concesiones del gobierno hacia los ex combatientes sean consideradas peligrosamente generosas. Los críticos están especialmente irritados por las disposiciones que permitirían que los guerrilleros arrepentidos eviten la cárcel e incluso se postulen para un cargo público si resultaran estar limpios.

"Los colombianos claramente desean que termine la guerra, pero no necesariamente con este acuerdo", dijo Michael Shifter, presidente de Inter-American Dialogue, un centro de investigación política. "Ellos se preguntan si el gobierno ha concedido demasiado a un grupo que ya está retirada y que tiene poco apoyo político".

Con una tregua sin precedentes en mano, Santos no ha vacilado. Solo que ahora no solo debe lograr la paz en su país, sino también convencer a sus compatriotas de que no se trata de una rendición.

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