En Brasil cuesta tomar aliento. Hace apenas unos días, el presidente Michel Temer eludió un fuerte golpe y sobrevivió a acusaciones en la corte electoral de que habría obtenido su mandato con dinero sucio, denuncias que podrían haber llevado a su destitución. Los optimistas de inmediato proclamaron que Temer era un sobreviviente que no solo salvaría vitales reformas económicas y políticas, sino que también endurecería su asediada presidencia.

Pero en un país donde se destituyó a dos de los últimos cuatro gobernantes surgidos de elecciones democráticas, y en el cual algunos de los funcionarios públicos de mayor jerarquía se encuentran bajo investigación, ser demasiado pesimistas en relación con los escándalos políticos es una ingenuidad.

El lunes por la noche, el procurador general Rodrigo Janot habló de pruebas "cristalinas" y acusó formalmente a Temer de corrupción, con lo cual este se convirtió en el primer presidente en ejercicio del país que enfrenta acusaciones de actos delictivos. Janot presentó las acusaciones contra Temer días después de que la policía volviera a tomar testimonio al empresario cárnico Joesley Batista, que incriminó a Temer en una operación encubierta el mes pasado y ha dicho desde entonces que pagó a centenares de políticos, entre los cuales incluyó a un asesor presidencial y al propio Temer.

Por más graves que puedan sonar, las acusaciones contra un nuevo gobernante del país no sorprendieron a nadie en . Luego de tres años consecutivos del llamado caso "Lava Jato", la mayor investigación por corrupción de Latinoamérica –en cuyo marco se ha enviado a prisión a 144 ejecutivos, burócratas y operadores políticos, con condenas cuya suma supera los 1.464 años de reclusión--, el espectáculo de políticos esposados y de helicópteros policiales que descienden sobre mansiones se ha convertido en una triste rutina.

Sin embargo, Temer, que niega toda conducta inapropiada y ha calificado las acusaciones de Janot de "ficción", no está al borde del abismo. Negociador consumado, controla una sólida mayoría en el Congreso, donde por lo menos los dos tercios de la cámara baja deben admitir las acusaciones en su contra para que se lo someta a juicio. Esa protección, y tal vez algo de exageración fiscal, podría explicar por qué las calles no bullen de protestas antigubernamentales a pesar del escaso nivel de aprobación a la gestión de Temer.

Más que indiferencia pública, la aparente calma podría ser un indicio de que los brasileños están perplejos. Cuando faltan 16 meses para las elecciones y buena parte de la clase política está desacreditaba o sometida a investigación, cuesta decir quién podría surgir para guiar al país a la recuperación, y casi imposible determinar cuáles serían sus propuestas.

Las encuestas de opinión no son muy útiles. Los primeros favoritos son figuras que los brasileños ya conocen, encabezados por el ex presidente envejecido Luiz Inácio Lula da Silva, el único integrante del Partido de los Trabajadores que obtendría alrededor del 30 por ciento de los votos si las elecciones se celebraran hoy. Pero se acerca a los 72 años, algunas de las personas más allegadas a él se encuentran en la cárcel o bajo investigación, y el propio Lula enfrenta acusaciones de corrupción en cinco casos diferentes. La pregunta es por el momento: "¿Quién correrá más rápido, Lula o la ley?

Si Lula y sus pares políticos –la mitad de los cuales sale de las oligarquías políticas de Brasil-- son lo viejo, la creciente cantidad de desconocidos y paracaidistas resulta más difícil de evaluar. Entre los actuales favoritos de los brasileños se cuentan el ultraderechista Jair Bolsonaro, que lamenta el día en que se retiró la junta militar, y el publicista de São Paulo devenido alcalde João Doria Jr., más conocido por conducir la franquicia local de "The Apprentice", de Donald Trump. Luego están los personajes reservados. Como el popular juez federal Sérgio Moro, que preside el caso Lava Jato pero que ha desmentido una y otra vez que tenga ambiciones electorales, y el ex juez de la Corte Suprema Joaquim Barbosa, que tiene ambiciones, pero nunca ha incursionado en política.

La búsqueda de un salvador no es nada nuevo para los brasileños, que de sus dominadores coloniales heredaron una debilidad por el sebastianismo, cuyo nombre remite al famoso monarca portugués que murió en batalla, pero cuyo regreso siempre se espera. En lugar de un salvador, lo que Brasil necesitaría es un centrista convencido: alguien que tenga suficientes conocimientos fiscales para resistir la tentación de soluciones rápidas populistas y la destreza política necesaria para evitar la tentación del capitalismo amiguista.

Podrá decirse que soy sebastianista en cuanto a políticas, pero Brasil no haría tan mal en imitar el reformismo de la década de 1990, un período muy criticado en que reducir el sector público y liberar los mercados estuvieron a la orden del día. El caso de corrupción Lava Jato dista de haber terminado, pero uno de sus puntos es claro: hay que cuidarse de los tentáculos del estado y sus guardianes.

Los brasileños pagan un tercio de lo que ganan al gobierno, una presión fiscal tan grande que a las empresas les lleva 2,600 horas preparar sus declaraciones anuales, en comparación con el promedio latinoamericano de 356. Eso les ha permitido a los funcionarios de Brasilia hacer tanto el papel de CEO, y asfixiar a las empresas privadas (basta con pensar en el histórico monopolio de la exploración petrolera por parte de Petrobras), como mimar a las compañías preferidas con fondos públicos. Los economistas Marcelo Curado y Thiago Curado determinaron hace poco que las exenciones impositivas selectivas a fábricas se multiplicaron por nueve entre 2004 y 2013, "profundizando así la dependencia del sector industrial de los incentivos fiscales".

"Brasil creó un sistema político que es de una excepcional vulnerabilidad a los grupos de presión, que hacen grandes contribuciones a las campañas políticas y luego exigen contratos y beneficios fiscales", me dijo Fernando Schüler, un profesor de la Universidad Insper de São Paulo. "Apostamos a un modelo de desarrollo que tiende a la explosión". Es un problema que perdurará mucho más que Temer.

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